Normalmente, las nubes y la lluvia llegan aquí escalando afanosas el piedemonte llanero. Viajan desde el lejano amazonas brasileño, seguramente emergen esponjosas del cálido atlántico ecuatorial.
Tal vez sea por eso que llegan cansadas a este altiplano y acostumbran recostarse un poco sobre los cerros, como esperando que las vean por un rato y se preparen todos para la lluvia inminente. Los narradores en sus cabinas dentro del estadio son los primeros en prever la lluvia en medio de sus incesantes alaridos. Si el cerro se cubre de nubes, la lluvia llegará al Campín en unos 15 minutos, dicen aún los más inexpertos al micrófono. La ciudad se hace un poco más gris, un poco más silenciosa. El aire, más húmedo, se roba las palabras y deja a cada persona un poco más sola, aislada del resto.
Sólo en algunas ocasiones, las nubes que llegan tienen ánimo de jugar y ruedan montaña abajo, cubriendo los cerros con un velo grisáceo que los difumina, fundiéndose con ellos como si se tratara de un dibujo en carboncillo o algún trasfondo proyectado levemente a contraluz. Esa visión, la más bonita que ofrece esta ciudad, sólo la ven aquellos con el tiempo suficiente para mirar hacia el oriente.
Como él, que se sentaba ahora mismo en el balcón sin importar la lluvia porque ansiaba poder ver algo lo suficientemente bonito para dejar de pensar en ella.
agosto 31, 2012
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