mayo 03, 2020

Memorias de una hospitalización XII

Tener poco espacio normalmente no ayuda en lo de no estar aburrido. Uno siempre elegirá la opción más amplia por el simple hecho de tener más posibilidades. Será mejor un patio amplio para correr y jugar que un apartamento oscuro y frío (sobre todo si son un gatico). Será mejor un lugar con un parque cerca que un sitio rodeado de edificios y sin un solo arbolito a la vista. Será mejor un lugar que permita ver el horizonte a lo lejos si lo comparamos con el sitio que sólo permite ver una pared de ladrillos. No importa que en Bogotá se nos hayan perdido los cerros y los árboles, mientras que el sol es un visitante infrecuente.

Mientras estuve en las dos clínicas en las que me hospitalizaron, pude ver que no todas son igual de apacibles o de amenas para lo de no sufrir las limitaciones. En unas el sol se deja ver más que en otras, la vista a la calle no está tan a la mano si no has logrado levantarte de la cama, el frío está más presente o menos. Los vecinos se escuchan más o menos. En todos los casos, el resto del mundo es totalmente ajeno y con suerte ves a la gente caminar como seres diminutos y silenciosos. En todos los casos, también, se agradece tener espacio para deambular, estirar las piernas, recibir el sol y descansar. No mucho más que eso.

Cuando era niño, sólo necesitaba el pasillo del apartamento. Sí, era un niño solitario que poco se veía con los niños vecinos desde aquel incidente en el que le lancé pasto recién cortado a niños en una ruleta, con tan mala suerte que había una piedrita en alguno de esos manojos y una niña me acusó de hacerlo a propósito. Como amenazaron con lanzarme muchas piedras, preferí no volver a bajar al parque si creía que estaban por ahí afuera. Eso me mantuvo más ocupado divirtiéndome en mi casa con lo que tenía a la mano y no prometía romper nada. Gracias a eso terminé explorando vinilos y cassettes de mis hermanos, que a su vez me hizo ser un hijo bastardo de los ochenta y de los noventa por partes iguales. Se resume en que conocí a The Cure antes de saber cómo me debía sentir al respecto.

Pero bueno, volviendo al pasillo del apartamento, la imagen es muy sencilla. Una mesa de teléfono con el teléfono fijo y los directorios. En un extremo estaba la puerta de entrada, en el otro estaba la entrada a uno de los baños. Más allá de esa, la puerta de la ducha y una ventana. El reto era jugar con una pelota de tenis, solo o con un primo (con el que jugamos partidos memorables en pleno mundial del 94), preferiblemente metiéndole túneles a la mesa del teléfono antes de hacer cualquier otra cosa. Muchos fueron los goles que terminaron dentro de la ducha o golpeando el cielorraso del baño y requiriendo una pausa para rearmarlo. También contribuyeron al poder jugar en espacios reducidos porque, si ustedes se fijan, uno crece y ve lo reducido que es el pasillo principal de un apartamento estándar en este país. Me hice un par de golazos horas antes de ver a Larsson o a Stoichkov ese año. Lo otro era practicar ser portero en alguna de las camas dobles, lanzando la dichosa pelota de tenis contra la pared y atrapándola. Eso también le ayudó a los reflejos, que estuvieron ahí y ahora se esconden un poco desde que me quebré un par de dedos atajando en fútbol cinco.

Mi cuarto era una ciudad cuando tenía seis o siete años. Me parecía simplón hacer una sola casa con el Estra-landia y prefería hacer toda una ciudad para divagar con mis carritos por toda una semana, que era el tiempo límite que los demás fijaban para verme levantar el reguero. La sala era el lugar en el que me acostaba a escuchar música porque, sin saberlo, tenía un equipo de sonido muy pro que me permitía escuchar todo con mucho detalle. Tenía una mesa de comedor no muy grande pero cómoda para dibujar, escribir y comer por igual. El estudio era casi que un rincón secreto en el que la biblioteca, el computador y yo pasábamos las noches de desparche probando cosas, conociendo cosas o evadiendo la hora de ir a dormir que, debo decir, nunca fue muy estricta para mí. Antes de eso, también fue zona de juegos y escondite perfecto con la canasta de la ropa limpia y la mesa de la máquina de coser.

El baño en el que hacía los goles también era el baño en el que cumplía mis rituales de aseo cada mañana antes de ir al colegio. Se veían pasar los primeros buses del día camino a su ruta directo autopista, avenida caracas. También tuve un tiempo en el que llegaba, prendía la luz y daba un par de golpes a la ventana para que una amiga araña buscara refugio en el marco de esa ventana y así evitar caer junto al chorro de agua de la ducha. Eventualmente sabía que yo llegaba más o menos a la misma hora y sólo con encender la luz ya la encontraba en una esquina, perfectamente a resguardo del agua asesina.

Una casa está llena de cosas y, al mismo tiempo, aburre cuando la llenamos de demasiadas cosas. Limpiarla es cansado. Encontrar algo es imposible. Mudarse es agotador. Lo que sí nos ofrece es un escenario para los recuerdos. Es por eso que se siente raro cuando la gente llena sus casas con cosas elaboradísimas y complicadas. Como que llenan los vacíos con cosas sólo para no sentir ese vacío en ellos ni en su rutina. Con lo divertido que sería ahora mismo tener un lugar vacío para hacer ebanistería o hacer veintiunas hasta llegar a quinientos. O a mil.

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