marzo 31, 2020

Memorias de una hospitalización VII

El ocio improductivo puede convertirse en registros digitales para el historial de precipitaciones en el Reino Unido (vayan a ayudar). También puede resultar en muchas películas viejas a la mano y en otras mucho más nuevas en la lista por ver. Puede uno leer libros aplazados y libros que otros hayan recomendado por ahí.

Puede resultar en horarios de sueño dispares y mañanas oscuras levantándose con algún noticiero a todo volumen, como lo hacía un vecino de habitación -levantándonos a todos al compás del noticiero que le responde a la ciudad-.

Puede resultar en arte maravilloso. O en descanso sano para quienes estamos enfermos. En fotos inusuales en la cámara. En abrazos que sobraban por dentro. En tardes silenciosas viendo el sol ponerse. En reír al ver el perro vecino asustar a todos los que pasan frente a su casa.

Creo que este post iba sobre otra cosa pero siento ahora mismo que vale más hablar de todo lo que podemos hacer cuando no tenemos que hacer nada.

marzo 30, 2020

Memorias de una hospitalización VI

Una de las constantes durante la hospitalización está en la presencia constante y frecuente de enfermeras y enfermeros. Jefes y auxiliares que hacen de mi rutina la suya propia. Personas que acuden cada día exclusivamente a hacer lo que los médicos ordenan y lo que su experiencia dice que es mejor para uno. Procedimientos, medicinas, actividades, todo lo que un paciente requiera. Súmenle las estupideces que uno no puede hacer cuando no hay acompañante cerca (levantarse solo e ir a orinar, apagar la luz, levantarse solo e ir por el teléfono o las sandalias fuera de alcance). Es pura voluntad de servir hecha persona. Y todo con absoluta buena onda, con simpatía y cuidado que abarca también lo emocional.

El servicio acá, sin embargo, es visto por un grupo numeroso como servidumbre. Como que usted hace lo que yo diga porque yo mando, yo pago o yo tengo más que usted (con todo y el alejamiento en lo verbal). Como que ya no se trata de ir a donde la gente que sí sabe cómo sanarme y pasa a ser el ir a que hagan lo que yo diga mediado por un médico que yo pago.

La enfermera, esa persona capacitada para llevar a cabo numerosos y a veces, delicados procedimientos médicos, es vista por algunos como la servidumbre que está ahí para hacerle al recién nacido sus primeros cambios de pañal. Las restricciones al caminar sin acompañamiento se toman como juegos y reglas caprichosas -aunque los datos digan que son esas caídas las principales causas de complicaciones y dolencias adicionales-.

Recuerdo a una paciente vecina, una mujer mayor que pasaba la mayor parte del tiempo inconsciente y que era acompañada por alguien que creíamos que era su hija. Las enfermeras rehuían el ir a hacer las tareas rutinarias allí porque esta acompañante no las dejaba hacer lo que era necesario (cosas esenciales como cambiar su posición cada cierto tiempo para que no le salieran llagas) por nimiedades como querer tomarle una foto para la familia o dejarla como está porque los familiares la están visitando.
Y como este, numerosos casos en los que una persona acompañante salía a gritar a la isla de enfermería, vociferando quejas que no se compadecían con las tareas que sí estaban haciendo o con lo que el médico tratante había ordenado. Solicitudes inverosímiles o de plano estúpidas. La incapacidad absoluta de seguir instrucciones o interesarse por seguirlas. Creer que el servicio médico es otro juego de poder más en el que creen necesario establecer jerarquías que los incluyan.

Como en la calle, donde el tamaño de la SUV, lo lleno del carrito de mercado o lo caros que sean los zapatos pretende determinar quién tiene prelación. Que es lo que normalmente pasa y hace del servicio de salud un espacio de resistencia, como supondría que lo son las escuelas y los colectivos auto organizados.

Gratitud infinita para con quienes lo hicieron todo para que yo sanara y pudiese volver a casa. Me alegra haber sido una foto en su grupo de WhatsApp, donde salía yo con mi ropa para salir junto a un mensaje escrito en un tablerito. Un mensaje dando las gracias que fue todo lo que pude ofrecerles al final. Pensaba en volver con postres para compartir entre todos los turnos de enfermería que me atendieron, pero ya ni siquiera sé si estaran asignados al mismo piso o si el acercarme a la clínica haga mas estorbo que otra cosa.

marzo 29, 2020

Ventilator

El libre mercado, como el comunismo, no existe ni va a existir. Nunca comienzan dos individuos desde el mismo lugar ni con acceso a los mismos beneficios / privilegios.

El capitalismo no mejora nada y está caduco. Tiene más muertos encima que Stalin y Pol pot juntos. Súmenle unos cuantos más en la coyuntura actual.

marzo 27, 2020

Kipling

El esnobismo y la tradición de ser unos hijueputas podría ser un producto de exportación. Vean nada más cómo los colegios privados que proveyeron al Imperio Británico de regentes y administradores, ahora exportan su know-how (enlace en inglés) en los lugares más corruptos e inhumanos de la tierra. Obvio, también son los más adinerados.

Queda preguntarse si lo que exportan es educación, una forma de ver el mundo o simplemente herramientas y espacios para potenciar la corrupción y enchufarla con naturalidad en sus jóvenes espíritus.

marzo 26, 2020

Memorias de una hospitalización V

El día en el que más cerca estuve de morirme no fue el día en el que pensé que iba a morirme. Supongo que es lo normal.

Ya había hablado antes de eso, creo. Creo que esta situación, en la que muchos comparten esa misma emoción que tuve en 1990, es la más extraña porque yo, lejos de creerme inmune o invulnerable, simplemente ejercito la aceptación, esa que salió conmigo de la clínica convertida en un Rambo de las emociones. Ya comienzan a aparecer los casos de personas cercanas a alguien conocido que están en cuidados intensivos y es ahí que todo se hace más real y menos especulativo.

Como con el día que casi me muero. La incapacidad para hacer casi cualquier cosa en los días siguientes era la confirmación de todo lo anterior, del dolor inconmensurable y de la cirugía peligrosa. De las dificultades y las omisiones. De los eventos afortunados y de los registros en la historia clínica. Son las cosas que llegan luego las que confirman que la situación fue y ha sido seria.

Cuando me preguntaban (con frecuencia) si estaba enojado por las cosas que habían salido mal, siempre respondí lo mismo de la forma más sincera posible: Hago más ocupándome de recuperarme que de la furstración y el enojo por lo que salió mal o por el dolor por el que había pasado. Hacemos más ocupandonos de cuidarnos hoy. Sin divagar sobre los futuros probables; sólo metas realistas. Y cuidar de nosotros también incluye reconocer que la vida es muy corta para soportar estupideces. Fachos, nazis y demás son aún más insoportables que antes.

Las personas se siguen muriendo en soledad debido al virus que nos tiene en casa y muchos sienten la necesidad de dejar saber que sus creencias, religiosas o políticas, siguen firmes y la situación actual sólo las confirma. Incluso si no es cierto en lo absoluto. Y en general eso no importa, a menos que eso condicione tu capacidad para ejercer la simpatía o la empatía. Porque, seamos sinceros, el poder ejercer desde lo político sigue siendo un privilegio. Como casi cualquier cosa que uno hace a diario sin pensar mucho. Entonces, mi camino ha sido la aceptación combinada con el autocuidado.

La enfermedad como situación es igual a la vida común y corriente. Sólo cambia la rutina.

marzo 25, 2020

Memorias de una hospitalización IV

Lo bueno es que ya pude comer chocoramo de nuevo. Y chuleta valluna. Y pizza. Ya pude dormir junto a M. y los gatos. Ya puedo conducir (porque tocó llevar el carro a la revisión técnico mecánica obligatoria), caminar y bañarme solo. Ya la última costra está por caerse, indicando el cierre de la última abertura artificial en el cuerpo. Ya puedo estar de pie por períodos de tiempo significativos sin morir fatigado (hoy lo estuve frente al espejo para arreglarme un poco la barba).

Lo malo está en que no puedo salir a enviar postales. En la gente que lo pasa mal porque vive del pago diario (como los jornales pero en versión citadina). En los que debemos ver de lejitos porque no hay de otra. En los que simplemente no alcanzamos a ayudar de alguna forma porque no nos da el brazo o el bolsillo o las ideas. No puedo salir a comer helado. No puedo salir en Margaret -mi bicicleta- para recuperar el tono muscular. El otro día me dio un soponcio y me caí junto a la puerta de mi cuarto... por levantarme muy rápido. He de ir lento, como la tortuga que ya dije que era.

Lo feo es que cambié una habitación y dos pasillos por los rincones de mi casa y el pasillo que lleva al cuarto de basuras. Sigo sin poder ir a charlar un café en alguna parte. O salir a tomar fotos con el lente nuevo. Veo los atardeceres por el balcón pero sin mucho panorama, añorando un balcón en un piso más alto. Salí buscando una normalidad que sigue sin aparecer y sólo queda seguir en el mismo plan de la habitación 1205, avanzando un día a la vez y confiando en que todo saldrá bien al final. Lo que sea que eso signifique; como sea que resulte ser la nueva normalidad. El nuevo mundo.

marzo 23, 2020

Memorias de una hospitalización III

Uno de los grandes supuestos que hacen muchos durante los últimos cinco o seis años pasa por creer que con andar por ahí en bicicleta ya no necesitan al malvado petróleo. Que son uno con la pachamama y que pueden cantar las canciones de Pocahontas, el Rey León o Moana mientras hacen el saludo al sol, namasté.

Una de las cosas que más me llenó de desazón durante mi estadía en las clínicas fue comprobar de primerísima mano la enorme dependencia que tenemos del plástico para los tratamientos médicos contemporáneos. Sí, las mantas, sábanas y batas son de tela que lavan con ahínco, pero casi todo lo demás está como mínimo, cubierto de algún tipo de plástico.  No hay forma fácil de decirlo pero básicamente se botan bolsas y bolsas de insumos plásticos contaminados en bolsas que, se presume, serán incineradas.

Los colchones son colchonetas más o menos abullonadas (depende de la clínica) forradas en plástico para hacerlas fáciles de limpiar y que no se contamine el relleno con los fluidos de nosotros los pacientes. Las camas tienen cubierta plástica en todas las superficies que son susceptibles de ser manipuladas. Los equipos de diagnóstico tienen todos cubierta plástica para proteger los complejos mecanísmos y toda la electrónica que los hace funcionar. Las bolsas que contienen todos los fluídos que le ponen a uno adentro son de plástico. Los tubos que conectan las bolsas con las venas son plásticos. Las agujas con las que insertan esos pequeños hilos en las venas son metálicas y siempre son desechadas, pero el componente que se queda adentro infundiendo líquidos en las venas es plástico. Los catéteres que van hasta el corazoncito son plásticos. Las sillas de ruedas están recubiertas de plástico.

Es entonces que uno pasa por los procedimientos, invasivos y no invasivos, entendiendo que es necesario no tener nada metálico puesto. Las tomografías usan líquidos de contraste como bario y yodo que absorben la radiación, pero definitivamente se verían obstaculizadas por elementos metálicos. Las resonancias se practican con aparatos com campos magnéticos de hasta 3T (tres teslas). En general es mala idea recibir diagnósticos con cosas metálicas puestas o amarradas.

Igual, muchos dirán que es más difícil mantener los metales limpios, asépticos. Que es mejor desechar, cambiar las cánulas cada tres días y las curaciones del catéter cada siete. Lo que no muchos recuerdan es que sí hemos sacrificado soluciones simples porque no nos parecen bonitas: el cobre es antiséptico al contacto, está comprobado y sólo hace falta pasarle las manos al pasamanos para que queden con todos sus bichitos bien muertos. El problema pasa porque el cobre no se ve bonito sin un mantenimiento costoso en tiempo que, igual, no es necesario para matar bichos. El cobre puede ponerse verse y feúcho pero seguirá cumpliendo su tarea.

Sobre el resto, no soy lo suficientemente docto en materiales para saber cómo reemplazar tantísimas cosas plásticas. Por ahora, gracias Exxon-Mobil, GP y Shell por ayudar en mi proceso de recuperación.

marzo 22, 2020

Dream log - 20200318

Anoche soñé que llegaba a un pueblo abandonado. Uno de esos que queda cerca a alguna costa fría, una de esas que no tiene playas sino una miríada de acantilados contra los que chocan las olas furiosas. La niebla está ahí, rodeándolo todo y cubriéndolo todo.

Llegaba yo junto a alguien más que no recuerdo, pero sé que íbamos de una casucha a otra, buscando algo. Algunas ya no tenían techo, otras a duras penas eran dos o tres paredes con un segundo piso derruído y ladeado. Una en particular estaba casi incólume, con el techo firme y las puertas en su lugar. Entrábamos al lugar e íbamos de puerta en puerta buscando algo. Algún tipo de guaca o lugar secreto.

Parecía que habíamos llegado allí antes que otros y que teníamos la ventaja al buscar lo que fuere que buscábamos. Creo que finalmente lográbamos sacar algo de una de las puertas y nos dirigíamos a un rincón del pueblucho, junto a algún rincón y a uno de tantos acantilados.

No recuerdo si llegamos a enfrentarnos a los otros.

marzo 21, 2020

Dream log - 20200320

Anoche soñé que estaba en medio de algún tipo de videojuego. Uno a mitad de camino entre Crash Bandicoot y Resident Evil. Algo así.

Iba por ahí saltando y recogiendo monedas de algún tipo, cosas amarillas que podían ser monedas o bananos. De cuando en vez, llegaba a algún lugar, una tienda o algún sitio por el estilo, para interactuar con la gente que estuviese allí. Parecía estar persiguiendo a algún villano y creo recordar que lograba ir dejando pistas para que lo atraparan o algo así.

Lo malo es que, a veces, el villano lograba cambiar mis planes y, justo cuando intentaba mostrarle a los habitantes del lugar que el tipo era un ser malvado, algo pasaba y terminaban viendo cosas horrendas como niños matando un perro para cocinarlo en una brasa y comerlo. Ahí me echaban del pueblo y yo corría a treparme en un tren si saber a dónde iba.

Del resto no me acuerdo pero no era muy diferente.

marzo 13, 2020

Memorias de una hospitalización II

Hay algunas cosas que se dan por ciertas en la rutina de la vida y pasan a ser logros hercúleos cuando se está hospitalizado. Son los Trabajos de Alfabravo, pero sin matar animales (mitológicos o no).

Levantarse de la cama sin ayuda es una de esas cosas. Acomodarse de lado, bajar una pierna, luego la otra, luego empujar al mundo entero con los brazos y lograr que todo gire hasta que uno queda sentado en el borde. Después viene el apoyar los piés en el piso y empujar el culo hacia adelante, también con los brazos. Mira mamá, ¡sin poder hacer fuerza con el abdomen!

Comer. Masticar algo, encontrarle el sabor y el olor, sentir que va a la panza y que se siente bien. Masticar una papa hasta que sabe dulce en la boca. Oler el pan fresco. Extrañar los vegetales y anhelar un pedazo de queso. No sentir hambre, no tener la cabeza preguntando cuándo será que le daré alimento a la barriga y al corazón.

Caminar. Andar con la espalda erguida para honrar a los antepasados que se bajaron de los árboles. Dar un paso y luego otro. Andar por más de cinco minutos sin sentir los oblícuos calientes por el esfuerzo, equivalente a haber hecho quinientas abdominales o algo así. No tener ganas de dormir después de cien pasos. No sentir ahogo después de doscientos. Llegar a algún lugar más allá de una habitación o un piso del hospital. Ir a alguna parte, a cualquiera. A donde sea.

Bañarse. Hacerlo sin ayuda, hacerlo de pie y no sentado en una silla con gruesas patas con cubiertas de goma. Poder tener las dos manos libres y no pensar en los múltiples tubos plásticos conectados al cuerpo. No tener que preguntarse si estará bien que le caiga agua a cada uno de los rotos y cicatrices. O jabón. No necesitar un protocolo amplio para cubrirlo todo con plástico para que no se moje.

Dormir. Descansar, poder dormir de lado o boca abajo si se prefiere. Poder poner los brazos de cualquier forma sin que moleste el catéter en el antebrazo, ese que entra por ahí y llega hasta el corazón. No tener que pensar en que la bolsa del dren -la que está enchufada a la barriga- no termine mordida por los gatos o debajo de las costillas.

Ser libre. Vivir más allá de una cama, una silla, cuatro paredes y un par de pasillos. Elegir qué ponerse -o no ponerse nada-, qué comer, a qué hora dormir (sin despertarse para que tomen los signos vitales). Hacer planes. Ayudar a los amigos. Tomarse un café en el lugar favorito. Comer cosas con grasa o muy picosas sin miedo. Ser autónomo e independiente.

Vivir sin dolor. No tener miedo de sentarse, pararse, acostarse u orinar pensando en que dolerá. No morir de expectativa pensando en el siguiente procedimiento médico, sobre todo si es invasivo (si deja un roto en la piel). No echar globos sobre cómo será la sacada de lo que está por dentro y dolió al ponerlo ahí. No necesitar la opción del dichoso rescate, no tener viajes cósmicos intergalácticos.

Poder dormir arrunchado. Llevo treinta y siete días tratando de recuperarme y han sido treinta y siete noches en las que no he podido dormir junto a M. y los gatos. Como todas las noches anteriores.

No gastarse el estoicismo en esto. No necesitar aceptarlo todo, dejar ir la ilusión de control y esperar, una semana tras otra, a que todo termine, a que sane lo que estaba dañado, a que la homeóstasis haga lo suyo y yo vuelva a ser yo, a comer como yo comía y a vivir como yo vivía. Que no sea necesario sacar la resilencia infinita del fondo del corazón y de la barriga maltrecha. No seguir superando mi propia marca de qué tanto puedo soportar sin terminar con el espíritu quebrado.

Elegir la compañía. Poder elegir con quién se pasa el tiempo o si se necesita tiempo a solas. No ser como ese señor que salía a caminar solo y se fue solo cuando le dieron salida. No ser como el otro señor al que trescientos familiares le invadían la habitación cada noche.

Estar un poco más lejos de la línea de supervivencia. Ya pasé suficiente tiempo estando demasiado cerca de esa frontera en la que todo es delicado, crítico, vital o arriesgado. Que mi cuerpo no sea un berenjenal de estrés.

marzo 06, 2020

Memorias de una hospitalización I

Estar hospitalizado por un tiempo prolongado es, ante todo, un curso de paciencia. Estoy tentado a llamarlo un curso rápido, una de esas cosas que en veintiún días le da a uno conocimiento en cualquier disciplina, arte u oficio. Paciencia para dummies, tal vez. Pero no.

Una hospitalización es lenta. Las horas discurren al ritmo del goteo en cada bolsa, manguera y aparato que le enchufan a las venas. El sol se mueve sobre uno y el día pasa en la medida en que uno ve al sol moverse y a la noche abalanzarse. Los turnos de enfermería van y vienen, los médicos llegan a preguntar cómo estoy, cómo me siento, qué me duele, siempre a la misma hora. Los pacientes en otras habitaciones llegan, sanan y se van.

Y yo, yo sigo en la misma habitación, con una barba cada vez más larga y con un pelo cada vez más difícil de manejar. Deambulo con mi atril lleno de aparatos, bolsas y mangueras, recorro los mismos pasillos una y otra vez hasta que me siento agotado. Veo por las ventanas cómo la ciudad se ahoga en polución. Y yo, yo sigo aquí y voy camino a ser el vecino loco que golpea en cada puerta y los saluda a todos.

Lleno mis días con fútbol, libros, películas viejas a las que nunca les había sacado tiempo pero siempre quise ver. Recibo visitas, unas más inesperadas que otras. Me dejo mimar, me dejo cuidar. Me toman los signos vitales, me sacan sangre, me cambian los vendajes modernos que cubren todo lo que tienen metido dentro mío. Mido la orina antes de verterla en el sanitario, anotamos la cantidad y la hora.

Es una diminuta rutina reducida a un par de pasillos en un edificio silencioso y alejado del mundo. Me atienden en un lugar lleno de privilegios que, igual, no es mi mundo ni alberga mi vida. Llevo más de una semana sin comer algo o bogarme un vaso de cualquier cosa y poco a poco comienzo a sentir hambre. Trato de dormir poco pero el cuerpo, débil, hace mil señales y no hago más que ser paciente. Conmigo. Con los otros. Con las máquinas. Con las visitas. Con las agujas. Con los tubos que tengo saliendo del cuerpo. Con el frío. Con el sol al que le agradezco cada minuto que se deja ver.

Soy paciente. Un paciente.

Lo más fresco

Recollection

Creo firmemente que la pregunta no es si todos se hacen existencialistas en algún punto de su vida sino cuándo lo hacen. El qué hacen con es...