Me preguntaba si era posible que tomara la iniciativa e hiciera algo. Un algo aparte de regalar libros o galletas. Algo más. Sin la excusa del espacio en común ni la espera compartida. Sin las coincidencias casuales o las sonrisas tímidas.
Hacía cumbre en un nevado mientras pensaba que era más fácil estar a cinco mil metros de altura si lo comparaba con arriesgarme a intentar algo con A.
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Algo que me ha resultado curioso es el comportamiento del cerebro frente a un patrón. Mientras no lo reconoce y lo extrae del panorama, permanece oculto a la observación consciente. Una vez lo sabemos allí, lo vemos una y otra vez sobre nuevos panoramas, sin importar lo difícil que pueda parecer. Eso ayudó a que cruzara miradas y sonrisas con A. cada vez que nos veíamos en medio de alguna multitud que deambulaba, presurosa en los pasillos, durante el cambio de clase. También hacía más pesada la culpa cuando ella, tal vez a propósito, se sentaba frente a mi cuando me veía leyendo y releyendo apuntes de cálculo multivariable; obviamente yo me daba cuenta demasiado tarde y planeaba todo para hacerlo mejor la siguiente semana cuando ella volviese a estar en el mismo lugar.
Los planes siempre fallaron porque algo no resultaba como lo esperaba y la incertidumbre me llenaba de temor, casi al borde del pánico. Mientras tanto, el hacer algo inesperado (que era lo único que podía salvar todo, pues no lo iba a hacer pensando en la culpa de los errores anteriores) era paralizante con tan sólo pensarlo.
Todo un semestre en el que no hice nada para desenredarme la cabeza o para resolver el coqueteo irresoluto. En el camino me llené de culpas y de remordimientos. Eso sumado a pobres resultados en el semestre, llevaron a una baja de autoestima que tardó mucho en resolverse. No sé si es la misma que existe ahora. No lo descarto.
Tomaría mucho, mucho más tiempo, el aprender a desenredarme rápido de estos sentimientos complicados.
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