Cuando Aristizábal hizo aquel gol de escorpión contra Chile, recuerdo que yo estaba en una terminal de buses en Medellín, esperando un bus que me iba a llevar de regreso a Bogotá.
Cuando René Higuita hizo aquel escorpión en Wembley, yo iba en el bus del colegio camino a casa. La recepción del televisor a bordo era pésima y sólo hasta que llegué pude ver lo que había hecho aquel loco.
Cuando Zidane metió aquella volea al ángulo del arco del Leverkusen en la final de la Champions League, estaba en casa de mi mejor amigo. Llevé dos amigos más para que viéramos juntos el partido. Escapé a mi clase de Mito y Arte Rupestres Amazónicos (que igual no hubo porque se fueron todos a una charla de Chomsky).
Cuando Luis Suárez metió la mano para impedir un gol seguro de Ghana, yo estaba almorzando en El Corral del park way, en Bogotá. Me tomé una hora más para ver el tiempo extra y los penales. Valió la pena.
La historia existe para uno en tanto se puede meter en algún lugar de esa línea de tiempo que uno tiene por memoria. Uno mismo pierde a veces el hilo de la historia y hace falta quebrarse dedos de la mano para que no estén igual que hace veinte años. Que crujan a veces y nos recuerden que todo lo que está en la cabeza realmente sucedió. Que uno no quiso y dejó de querer en vano.
Que ya llegamos hasta aquí y tenemos la opcio´n de llegar a cualquier otro lugar que nos plazca.
(Y el dedo vuelve a crujir al hacer clic para publicar esta entrada)
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