Poco a poco, los disparos de mortero fueron silenciados. Entre los edificios derruidos que permanecían en pie del lado oeste, el rumor que corría era que las líneas habían sido cortadas por completo. La confirmación llegaría, en ruso y alemán, sólo unas horas más tarde.
Había sido una tenaza ejecutada con limpieza. Los dos brazos del frente ruso se habían encontrado a unos veinte kilómetros al oeste y ya habían comenzado, en medio del júbilo, a tomar prisioneros en su limpieza del camino al Volga. El río, que hasta hace poco había permanecido como el piso de una gruta con los picos de agua levantándose al ritmo de los cañones de 105mm, ahora discurría calmo y arrastraba la sangre y la mierda sin prisa, sin asco.
Los alemanes, hambrientos y sin posibilidad de escape, entregaron sus posiciones sin dudarlo, esperando de Stalin y Kruschev un trato más bondadoso que aquel prodigado por el invierno brutal. Uno de ellos con seguridad habrá volteado a mirar las ruinas humeantes mientras era llevado en fila hacia algún reclusorio; ciertamente habrá mirado aquel lugar que le era ya tan familiar y le habrá dicho con nostalgia "Bis Bald, Stalingrad!", antes de continuar la larga y penosa marcha del vencido.
Porque allí moría el frente de la arrogancia, en el que curiosamente combatían hombres humildes.
agosto 27, 2012
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