Mi mamá me dice que lo primero que me oyó leer en voz alta fue una guía turística de Colombia que estaba por ahí. Un libro alargado, medio negrito, delgado y aburrido. En los días tristes llego a pensar que era premonición de cómo sería yo en el futuro lejano. Pero bueno, yo tenía la biblioteca de la casa para practicar. Ser el menor de tres hermanos garantizaba que tuviéramos muchos libros de texto, novelas colombianas de Soto Aparicio y Carrasquilla, una edición bonita de Pedro Páramo y todo eso que les gusta poner a leer en los colegios de por acá. Con la diferencia que mis libros ya olían a biblioteca y eran especiales, no tenían los colores horrendos de las ediciones de Panamericana.
Cuando era lo suficientemente pequeño para que mi hermana creyera que no sabía inglés, me gustaba que nos sentáramos en algún lugar de la casa y me tradujera la historia de Amelia Earhart que estaba en algún libro de texto de Inglés. Uno con una portada en la que aparecían dos piés cruzados sobre un prado muy verde, con unos tennis de hipster. En los trasteos de hace unos años sé que vi ese libro y logré desligarme de él, como si diera por superado algo.
Había muchas enciclopedias, algunas en las que todavía existía la Unión Soviética y Franco continuaba controlando los destinos de los chapetones. Libros que una y otra vez me ahorraban la tediosa tarea de ir a alguna biblioteca porque no encontraba las partes de la célula, los alcanos con los alifáticos y aromáticos, el músculo sartorio o el cuádriceps, las revoluciones de 1820 en Europa, lo que le dio por escribir a San Agustín. Todo lo encontraba en mi biblioteca cuando no había Internet. To-do. Libros de Lenin (que escribía con las patas) a los que luego añadí un par (por obligación, tocó leerlo en el colegio), biografías hasta de Mussolini, libros de Electricidad, libros buenísimos de Anatomía que mi hermana había pedido prestados y terminamos adoptando, libros de cuentos con expresiones chapetonas, un diccionario de inglés que parecía edición ilustrada de Ulises comparado con el pequeño diccionario amarillo de la Chicago University, libros de cuentos infantiles de diferentes partes del mundo, libros de mapas que recorrí página a página. Ya me acordé de ese libro de Julio Verne, Un capitán de Quince años, que leí como cinco o seis veces y que me tuvo a poco de querer salir a explorar África. Luego miraba las enciclopedias y nada, ya todo estaba explorado y no tenía gracia cruzarse un continente.
En 1999 me leí el Cuento de la Isla Desconocida y volví a creer que descubría un lugar maravilloso y era famoso. Pero después le regalé el cuentico a una infeliz y me quedé sin Isla Desconocida y sin fama.
Le he añadido cosas chéveres a esa biblioteca. Libros de Tintín, pero no muchos porque no me gusta tanto para gastarle mucha plata. Libros de historia y economía colombiana. La Ilíada, porque qué berracos para insultarse con estilo. El libro más bonito del mundo entero, que es un Taschen de Monet en oferta a cinco dólares pero vale millones porque me lo trajo mi mejor amigo de NYC después de verme cómo había llorado de la emoción el día que vi seis cuadros de Monet juntos. ¿O eran siete?
También llegaron libros de texto que cuidé con esmero, hasta aprendí a forrarlos para que no les pasara nada (por eso odio al hijueputa que me rayó el libro de sociales de sexto; le pintó los nombres a los dioses griegos del último capítulo). Y tras ellos, los libros de física y cálculo. Porque los de ingeniería los pedí prestados, los leí en .pdf o .chm.
En el último trasteo decidimos regalar muchos libros. Todos los libros de texto de mis hermanos que mi mamá cuidó tanto, mis libros de texto que seguro le servían a alguien. Copias repetidas de novelas malas. Enciclopedias que ya nadie consultaba. Muchas biblias, varias de ellas protestantes que aún no sabemos cómo llegaron pero que fueron rechazadas tajantemente por el profesor de religión de turno. Hasta me preguntaron si en mi casa eran evangélicos. Faltaba más, mi mamá es una mujer piadosa que va a misa y me hace ir a mí. Tan es así que vea, mi catecismo no es el de Astete sino el más caro y moderno porque quiero aprender mucho, hermano. Y aprendí. Por eso mismo me salí de las misas y la compasión. Mi mamá reza por los dos, igual.
Cada vez que la biblioteca de Ingeniería en la universidad necesitaba liberar espacio, feriaba libros y revistas para que los ñoños más caprichosos se llevaran a su casa lo que quisieran. Yo me hice a una revista de guías de ruta alemana que casualmente era anterior a la caída del muro de Berlín, por lo que se podía ver en detalle cómo se pasaba por un territorio commie antes de llegar a la capital. También encontré un libro de arquitectura (esas cosas que algún día quise estudiar pero que vi como mero capricho) donde mostraban cómo se habían hecho las torres gemelas. Claro, para chicanearle a los nietos.
El día que la exnovia compró Kindle, me pregunté qué sería de todos mis libros, que he estado cargando de casa en casa y de mueble en mueble por tantos años. ¿Será que ahora sí compro los libros de ingeniería y las novelas caras? Además, 3G en todo el mundo para cuando vaya a conocer el mundo.
Hace tres semanas encontré una versión en papel de Catch-22, en inglés, y volví a olvidarme del Kindle. Además, no hace mucho me encontré cincuenta mil pesos en un libro que leí hace un año, eso no me va a pasar con un Kindle jamás.
* La reunificación (alemana). De esas palabras que juré no olvidar y que no dejaría de repetir al encontrar el libro de rutas en la Alemania Federal.
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