septiembre 04, 2012

Building

Supe por alguno de mis tíos que el abuelo materno nació un 21 de abril de 1923. Fue en Chiquinquirá, creo, donde conoció a la mujer que lo acompañaría el resto de sus días, llegada ella de Soatá. Sé que tras algunos años, decidieron emigrar a Bogotá buscando vivir mejor. Él aprendió desde joven el oficio de maestro de obra, el cual dominó y enseñó a algunos de sus hijos. Ella siempre se dedicó a su hogar y a criar la descendencia creciente (habría de ayudar sin embargo, a buscar dinero en medio de la informalidad). Sé además por mis tardes viendo televisión con él que fue caddie, pues fue él quien me enseñó los detalles del golf que conoce el que ha recorrido el campo sin descanso.

El recuerdo que atesoro como pocos es el de un mediodía, en plenas vacaciones, en el que almorzamos juntos mis abuelos y yo. Él comenzó a contarme cómo había sido maestro de obra en la ciudad blanca de la Universidad Nacional, su trato con los ingenieros y las dificultades para cumplir con todo aquello que les pedían en la construcción, cómo entonces la exigencia era enorme (no como ahora, aclaraba), cómo era trabajar cada día allí. Mi abuela, animada por la historia, comentaba luego cómo preparaba el almuerzo cada día, tomaba el bus que atravesaba la ciudad universitaria y se lo llevaba a su esposo en la obra.

Mis primeros recuerdos me llevan a creer que vivieron por un tiempo en una pequeña casa del barrio Doce de Octubre (sin saber dónde vivían antes, hay muchos vacíos por los que recién ahora me aventuro a preguntar a los tíos). El abuelo tenía trabajo constante, el cual entregaba "a su entera satisfacción", tal y como lo indicaba en los recibos y contratos que escribía a mano para cada cliente. Fue sin embargo su afición a la bebida y a buscar bienestar en catres ajenos lo que le impidió escapar permanentemente de la pobreza. Cuando la visión y la fortaleza física de él comenzaron a flaquear, mis abuelos se vieron relegados a vivir de sus hijos y con sus hijos. Así, cambiaron de domicilio varias veces, siempre sujetos a las necesidades o caprichos de otros.

En sus últimos días, se mostró calmo como nunca antes, complacido con las cosas simples como poder ver a su familia reunida un domingo en la tarde. Llamarlos a todos y quedarse mirando, sonreir y volver a recostarse.

Mi abuelo murió hace un par de años años, apenas unos meses después de su hermano más cercano (y el último que sobrevivía junto a él). El relato del médico nos hizo saber cómo luchó con esa fortaleza física que por tanto tiempo estuvo ausente, evitando que enfermeros y enfermeras le fijaran de nuevo las sondas que lo mantenían con vida. No me jodan, les repitió una y otra vez. Y yo sólo me acordé de los indios que se arrojaban al vacío en Sutatausa, prefiriendo morir a estar cautivos contra su voluntad.

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