Mientras estuve en el colegio, vi a otros vender artículos varios para ganar algo de dinero. Pitillos rellenos de gelatina, gomitas ácidas con forma de gusano, dulces y galletas. En los últimos años la sofisticación llegaba a disponer de emparedados con gaseosa en lata (fría, claro), repollas y papas fritas en paquete, en cualquier clase del día.
Otros vendían su habilidad para realizar algunos de los trabajos más dispendiosos. Planchas de dibujo técnico, ensayos de literatura, mapas orográficos. Todo aquello en lo que la pereza solía vencer a la paciencia.
Yo gané dinero con mi ñoñez, claro. El día del idioma era divertido porque era seguro que ganaba dinero cortesía del amigo Andrés (Hurtado) y del Cablecito (el hijo de El Cable, venerable periódico escolar). Varias veces me ofrecieron dinero para sentarme junto a la puerta de algún salón y responder el examen de algún infeliz. Siempre rechacé la oferta y por eso me tenían por un hijueputa arrogante.
Después de mostrar habilidad para el origami (sí, hice jirafas y elefantes, papá noel y reyes magos) y con los morracos en plastilina (sí, también aprendí a hacer jirafas y elefantes, ardillas y cocodrilos con plastilina), volví a ganar dinero con la ñoñez cuando el amigo Andrés me dió la tarea de enseñar ortografía a un perfecto desconocido, a quien yo había visto con cara de sufrimiento un par de veces mientras deambulaba por el colegio.
Resultó ser uno de aquellos vagos despreciables que ahora sufría porque no era capaz de transcribir decentemente alguno de los dictados que Andrés (Hurtado) solía hacer mientras leía las páginas de El País de Cali. O de El Espectador. Recitando pasajes completos de La Vorágine sin titubear. Porque podían graduarse sin saber qué era un histograma o cuál era el símbolo químico del Cesio, pero jamás lo harían sin ortografía aceptable.
Era mayor que yo y lo aparentaba con creces. Y aun cuando pudo mostrarse arrogante o descreído, desde el momento que lo saludé respondió siempre con humildad y dispuesto a escuchar todo lo que yo, ya flaco y poco emotivo, tuviese para decir. Andrés (Hurtado) me instruyó desde el principio, en claro modo imperativo, sobre cuánto cobrarle por hora de instrucción. Durante una semana, me quedé después de clases hasta el final de la tarde, guiando al pobre muchacho mientras yo mismo suponía que era capaz de dibujar en alguna parte una línea clara que pudiésemos seguir a modo de clase.
Al final de la semana, nos despedimos y él se veía con mucha más confianza, como si con todo lo que practicó y preguntó ya estuviera listo para enfrentar cualquier cosa en el mundo. O algo así. Nunca lo volví a ver y sólo supe de su suerte cuando le pregunté a Andrés (Hurtado), tres semanas después, por el resultado del examen. -Sí, pasó-, respondió escuetamente.
Creo que Andrés (Hurtado) insistió tanto en que le cobrara por la ayuda porque sospechó siempre que lo habría hecho gratis.
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