septiembre 18, 2012

Welding

Una de varias rarezas relativas en mi infancia y adolescencia estuvo en no haberme quebrado un hueso a pesar de estar en un colegio masculino en el que algunos llevaron como juguete en primer grado, unos guantes de boxeo. Jugábamos a diario sobre patios de asfalto, corríamos de arriba a abajo por las escaleras entre los cuatro niveles, sobre pisos de baldosas antiquísimas recubiertas por alguna clase de protector transparente que resultaba poco amable en días lluviosos.
Todo se prestaba para romperse la crisma y sin embargo, salí indemne más allá de rodillas sangrantes, una nariz sangrante y varios pantalones rotos.

Sólo fue hasta bien entrado en la veintena de años que terminé quebrándome algo. No fue jugando fútbol en una de las descuidadas canchas de la universidad, ni caminando por alguna montaña como nos enseñó el amigo Andrés. No. Fue caminando por la calle que tropecé torpemente y me apoyé en la mano izquierda, girando alrededor del dedo pulgar y sobreextendiéndolo. El tendón le ganó el pulso al hueso y un pequeño trozo salió de su lugar. Como nunca me había pasado algo semejante, al ver el dedo hincharse y sentir un leve dolor punzante creí que sólo era un esguince y que sanaría en un par de semanas. Cuando pasó una semana y la hinchazón no cedía, acudí a una cita de control que terminó en urgencias de una clínica, un viernes en la noche. Compartí espacio con un paisa en sus treintas, adolorido y magullado, que se había caído de su moto viajando hacia Villavicencio. Él llamaba a sus amigos para contarles y quejarse de sus costillas ome, mientras yo veía con curiosidad las radiografías en las que se dibujaba un escalón perfecto en la falange del pulgar. Escalón que casi garantiza cirugía pero que, como era viernes en la noche, no tenía ortopedista cerca que lo evaluara y me dejó ir a casa con una férula en yeso hasta la semana siguiente.

El pequeño fragmento se disolvió, maravillas de la naturaleza, y el dedo volvió a funcionar tras un mes de para, envuelto en aquella férula de yeso y sin cirugía. La fisioterapia fue intensa, combinando mañanas de parafina y ultrasonido con tardes de Pro Evolution Soccer en PS2. La falange traqueaba en cada enganche con el jugador favorito del videojuego y se cansaba rápidamente al punto del dolor. Lo más aterrador sucedió en la primera noche de libertad, en la que vi que era incapaz de sostener una hoja de papel. Se.me.ca.yó.la.ho.ja. Ahí viví lo que leía en los libros de anatomía sobre el desuso de los músculos, cual astronauta en órbita, y la pérdida de tono muscular. Qué bonito es ver cómo lo que dicen los libros es cierto.

Si quieren ver hasta dónde es indispensable su dedo pulgar, intenten usar cuchillo y tenedor o abrir un paquete de papas fritas sin usar uno de los pulgares. Si se sienten hábiles, inténtenlo con un tubito de Sparkies de los que traen los dulces en línea. O con una menta de esas que vienen en empaque individual sellado.

En el fondo es una lección de humildad. Aprender a dejar que los demás le ayuden a uno. Así sea porque hay presión social creando algún tipo de deber moral.

1 comentario:

Nelson Castillo dijo...

Oficialmente nunca me he roto un hueso auque sospecho que pasó con el dedo gordo del pie. Dolió por varios meses.

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