abril 30, 2012

Dreamer

Un jueves cualquiera, en el que llegaba temprano a aquel edificio con bancas de parque en los pasillos. Como todos los jueves, buscaba llegar temprano para continuar en aquel acuerdo tácito con A. en el que llegábamos al menos media hora antes y así podíamos conversar un rato antes de entrar a la clase de todos los días. Todo producto de la casualidad, pues ambos lográbamos salir mucho tiempo antes de clase de 11.
Sin embargo, la conversación de este jueves en particular fue aún menos ortodoxa que todas las demás. Todo porque A. sintió la confianza suficiente para compartir sus sueños.

Siempre he creído que las personas le dan a sus sueños el valor suficiente para resguardarlos de desconocidos, como si en esas imágenes, a veces vívidas y a veces inconexas, se revelara aquello que con máscaras nos negamos a revelar y compartir. Es por eso que, salvo casos triviales, los sueños más descabellados o reveladores sólo se comparten con las personas en quienes se confía.

Pues sí, aquella mañana A. expuso sus sueños descabellados para los que buscaba alguna explicación. Describió luego cómo imaginaba las historias de El señor de los Anillos, qué le había gustado. Todo mientras sonreía, como si compartir las imágenes le hiciera feliz. Luego hablamos de la interpretación que le daría alguien siguiendo a Freud, cosa que le causó curiosidad y que llevó a que yo le prestara días después un libro de aquel viejo.

Ese jueves no tuvimos la clase de todos los días. Una pena no haberla invitado a almorzar aprovechando la coyuntura y la llovizna de ese día. Sólo recuerdo que cuando recibí de regreso ese libro a mediados de junio, lo revisé con ansiedad como si esperara alguna nota furtiva.

Porque a esas alturas yo también soñaba, supongo.

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