El último reloj que tuve lo perdí hace ya cinco años. Fue un regalo que recibí a los doce años y recién pude usar a los quince, un bonito reloj, apropiado para un brazo delgado y una persona introvertida.
Acostumbraba a quitármelo y ponerlo sobre la mesa cuando presentaba algún examen, como si me incomodara a pesar de no tenerlo en la mano con la que escribía, usándolo además para controlar el tiempo restante. Controlar el tiempo.
Tal vez sea casualidad, pero desde que perdí ese reloj dejé de procurar llegar antes de la hora fijada, elegí llegar a tiempo o irremediablemente tarde para no tener que esperar a nadie. Abandoné un poco el afán que trae consigo el tiempo restante y lo dejé vagar dentro del bolsillo en el que viajase el teléfono móvil de turno, creyendo que eso me haría un poco más feliz o al menos un poco más tranquilo. Pasé de ser aquel que se enojaba por tener que esperar a ser aquel que irrespeta los horarios arbitrarios y se limita a respetar el tiempo de los demás.
El reloj lo perdí en el examen final de Algoritmos, en un auditorio de Aulas de Ingeniería. La noche anterior dormí muy mal preparando entregas de otros cursos y, aunque seguí con el ritual automático de poner el reloj junto a las hojas, al levantarme para entregar el examen olvidé que debía recogerlo, por lo que cayó sin más al piso. Allí se quedó hasta que alguien más celebró su fortuna ese día -supongo-.
Confieso que desde entonces he tratado, periódicamente, de buscar un reloj que me guste lo suficiente para usar uno de nuevo. Hasta ahora sólo he encontrado uno que, casualmente, fue comprado días antes que volviese por él dinero en mano. Supongo que por ahora seguiré con el bajo perfil de transeúnte sin reloj que, al parecer, reduce el interés de los ladrones en esta ciudad.
abril 17, 2012
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