No era la primera vez que lo hacía. Siempre he creído que regalar un libro es un acto de gran significado y siempre espero que quien recibe el regalo lo perciba de la misma forma.
Después de la última conversación con A. mientras esperábamos nuestra clase de todos los días, supuse (tal vez de forma errónea, nunca lo sabremos) que a esta mujer que le gustaba soñar o al menos imaginarse escenarios poco habituales, tal vez le gustaría leerlos e imaginarlos de nuevo. Claro, ya que le gustó tanto, ha de ser buena idea darle un regalo a cuentagotas. Un regalo ñoño a cuentagotas, como no. Libros, tal vez sean los libros del Señor de los Anillos, uno a la vez. Algo así.
Qué ñoño, ajá.
Igual, pocas cosas como un regalo inesperado en un momento inesperado. Qué más da. Básicamente sería una emboscada.
Esperaría a que A. saliese de su clase de Matemáticas en el edificio de Ingeniería. Sabía que estaría en un salón cercano a la entrada del edificio, así que me sentaría en algún lugar a mitad de camino entre el salón y la entrada para esperarla. Escribiría alguna nota aleatoria en la que no atara el regalo a algún motivo en particular, como creyendo que necesitaba evitar confusiones o posibles interpretaciones indeseables (de las que ahora mismo no recuerdo ninguna; así de relevantes eran en realidad).
Escribiría esta nota llenándola de comentarios tontos e irrelevantes pero que tal vez causarían gracia, la pondría dentro del libro y lo llevaría sin empacar, pensando que sería mayor la sorpresa si de repente le digo que es un regalo.
Iría a una librería, buscaría el libro y lo compraría. Escucharía a quien me atendía murmurando -¿Es para regalo? Hmm, es un muy buen regalo. Quien lo reciba lo va a disfrutar-. Pagaría sin saber si era buena idea empacarlo en alguna bolsa o papel, si sería mejor idea dejar la nota en el libro o arrojarla a la basura.
Y así fue como sucedió.
A. salió del salón y caminó con calma hacia la salida. Casi por casualidad dirigió su mirada hacia el lugar donde yo estaba y entendió que quería que se acercara. Lo que hace la comunicación no verbal. Dos horas después -que para algún observador en otro sistema de referencia serían sólo unos segundos- ella saludó e hizo las preguntas de cortesía que correspondían. Intercambiaron un par de frases sobre trivialidades y luego ella recibió aquel libraco, hojeándolo rápidamente. Supondría uno que hizo cuentas del trabajo que tenía pendiente y de cuánto le tomaría leerlo antes de devolverlo, creyendo que era un préstamo igual al del libro aquel del viejo Freud sobre el que habían hablado hace unos días.
Es aquí donde no se entiende por qué me costó tanto unir las palabras suficientes y necesarias para dar a entender que se trataba de un regalo. Tras cuatro o cinco intentos fallidos, por fin atiné a decir algo que le hizo entender y abrir los ojos mientras trataba de decidir qué responder. La tan buscada sorpresa. Mayúscula.
Tras despedirse lánguidamente, A. salió del edificio con algo de prisa y el libro aquel en mano. Al día siguiente en la clase de todos los días, ella ocuparía otro asiento diferente al que normalmente usaba, a un costado y junto a la ventana. Y en el asiento junto a aquel, yo me quedé esperando el saludo de todos los días. Saludo que extrañamente volvería a recibir a diario, como era costumbre, un par de días después.
No era la primera vez y tampoco sería la última que regalaba un libro. Sí se sumaría a la lista de ocasiones en las que, a la larga, quien lo recibe termina alejándose.
mayo 02, 2012
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1 comentario:
Me ha encantado esta entrada. Que buen relato. Y que inesperado final pero bueno: C'e la vie!
Abrazos!
Ale
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