Mi historia con Pearl Jam está poblada y guiada, como todo lo importante en la vida, por casualidades.
Se cruzaron en mi camino por primera vez en 1995, cuando encontré casualmente una copia del Vitalogy tirada en el piso del bus escolar. Tuvo que ser precísamente ese con su cubierta peculiar, llena de texturas y la letra que ahora recuerdo dorada pero que pudo ser de cualquier color; lo recuerdo y lo veo como si se tratase de un tesoro oculto bajo la arena, desabrigado de repente por las olas. Como no podía hacerme a la idea de poder apropiarme de algo ajeno, volví a dejarlo junto a la silla donde su dueño lo había olvidado.
Años más tarde, volví a cruzarme con ellos cuando algún compañero de ruta escolar y de tardes jugando Goldeneye, me sugirió participar en alguno de esos concursos radiales. El artista del mes era precísamente Pearl Jam. Descargamos varias versiones de la historia del grupo y las encajamos, en orden cronológico, con la letra más pequeña posible en hojas usadas; cada presentación fuera de lo común, cada premio, integrante y sencillo publicado, todo lo encontramos salvo el nombre de una canción que tocaron en alguna ceremonia de premios y que era la pregunta a responder. No gané pero comencé a conocerlos, a pasos agigantados.
El siguiente paso, unos tres o cuatro años después, fue escucharlos con paciencia. No una o dos veces, ni las mismas cuatro o cinco canciones que siempre suenan por ahí. Fue escuchar toda la discografía de corrido, durante varios días. En la mañana, entre clases, al almuerzo, caminando, en el bus de regreso, en casa trabajando. Llené mi vida de todo lo bonito que traen esas canciones. Desde entonces son el refugio para ser feliz o para dejar de estar triste, representan eso que suele estar tan lejos.
Y aún falta ir a verlos. Donde sea. Y llorar.
abril 23, 2012
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