Lo bueno es que ya pude comer chocoramo de nuevo. Y chuleta valluna. Y pizza. Ya pude dormir junto a M. y los gatos. Ya puedo conducir (porque tocó llevar el carro a la revisión técnico mecánica obligatoria), caminar y bañarme solo. Ya la última costra está por caerse, indicando el cierre de la última abertura artificial en el cuerpo. Ya puedo estar de pie por períodos de tiempo significativos sin morir fatigado (hoy lo estuve frente al espejo para arreglarme un poco la barba).
Lo malo está en que no puedo salir a enviar postales. En la gente que lo pasa mal porque vive del pago diario (como los jornales pero en versión citadina). En los que debemos ver de lejitos porque no hay de otra. En los que simplemente no alcanzamos a ayudar de alguna forma porque no nos da el brazo o el bolsillo o las ideas. No puedo salir a comer helado. No puedo salir en Margaret -mi bicicleta- para recuperar el tono muscular. El otro día me dio un soponcio y me caí junto a la puerta de mi cuarto... por levantarme muy rápido. He de ir lento, como la tortuga que ya dije que era.
Lo feo es que cambié una habitación y dos pasillos por los rincones de mi casa y el pasillo que lleva al cuarto de basuras. Sigo sin poder ir a charlar un café en alguna parte. O salir a tomar fotos con el lente nuevo. Veo los atardeceres por el balcón pero sin mucho panorama, añorando un balcón en un piso más alto. Salí buscando una normalidad que sigue sin aparecer y sólo queda seguir en el mismo plan de la habitación 1205, avanzando un día a la vez y confiando en que todo saldrá bien al final. Lo que sea que eso signifique; como sea que resulte ser la nueva normalidad. El nuevo mundo.
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