abril 02, 2020

Memorias de una hospitalización VIII

Después de dormir, jugar con los gatos y ver llover, finalmente recordé de qué iba el post aquel. Para ser más preciso, lo recordé al ir a revisar cuántos vecinos tenían la luz prendida esta noche pasada la medianoche. Hoy hay solo dos entre todos los edificios cercanos; el promedio hasta ahora estaba entre tres y cuatro.

La vecindad en las habitaciones de un hospital es un asunto bien peculiar. Las paredes no son muy gruesas y creo que se debe a todas las tuberías y cables que necesitan mandar entre ellas. Uno básicamente está separado por drywalls adornados con carteles, armarios, conexiones de aire y de oxígeno. Eso significa que la privacidad no es total y el silencio no existe. Las alarmas de los equipos médicos se escuchan desde lejos (tres bips indican que se acabó un medicamento o hay una oclusión, dos bips indican otras alertas menores, un bip indica que la batería esta por debajo del 50 por ciento), los timbres de llamado a las enfermeras se escuchan en todo el piso (porque esa es la idea), las descargas en los baños de las habitaciones vecinas se alcanzan a escuchar al igual que los cierres bruscos de cajones y puertas.

Imaginen entonces las celebraciones de cumpleaños, las videollamadas con pacientes de audición deficiente o las mañanas con noticiero en el televisor de esos mismos pacientes sin oídos agudos. Lograr conciliar el sueño después de la toma de signos vitales a las tres de la mañana para abrir los ojos con los noctámbulos y sus historias mórbidas. O con los visitantes del vecino con familia que habla duro. La resignación es completa cuando llega el cambio de turno en enfermería, pues oficialmente comienza el día, la rutina, el ruido, el desayuno -cuando uno puede comer-, las visitas del personal médico y de enfermería.

Después está el encontrarse con la gente cuando uno sale. Porque a uno lo animan a salir, como en la vida. Uno deambula por ahí con su atribulado atrio que se mece errático, adornado con equipos, bolsas y mangueras. Normalmente acompañado porque nadie puede caminar solo (el 20% de complicaciones en la hospitalización vienen de caídas y similares, dicen los carteles de la habitación). Yo salía con alguna de las pijamas que dejaban descolgar las mangueras sin apretarlas mucho, acompañada de algún beanie hat y unas babuchas que hacían sonreír a todos los que las veían (o al menos, mirarme con detenimiento de arriba a abajo). Otros, mucho más habituados a su rutina y a la solemnidad, andaban con el mismo atrio y algunas mangueras conectadas pero vestidos con ropa de esa que llaman casual formal y tenis. Era la mayor licencia que se daban. Sus acompañantes, normalmente sus parejas, se permitían aún menos -a pesar de lo cansado que es acompañar un paciente en una clínica- y caminaban a su lado con vestidos similares al Chanel de Marge adornados con aretes, collares de perlas y zapatos a la moda. Mujeres que se recuperaban del parto eran visitadas por bolsas de Victoria's Secret y, en general, había poco espacio para permitirse descansar en algún momento.

Al volver a casa, uno casi que agradece volver a escuchar al vecino usar su ruidosa licuadora al alba y poco antes de medianoche. La alarma que siempre se dispara en alguna casa vecina. Ahora que todos permanecemos en casa, creería que la costumbre nos volverá más comprensivos con los ruidos vecinos, las rutinas de ejercicios, los talones que caminan firmes a la cocina, los niños que bailan junto a algún personaje en el televisor, los perros y gatos que deambulan por ahí, los bebés que piden atención y la música a todo volumen. Esa licuadora indicando irremediablemente que seguimos vivos. Estamos enfrentados a la necesidad imperiosa de recibirnos con menos condiciones, con menos reservas y desde un lugar diferente, uno en el que quisiéramos ese abrazo pero no tenemos más que esa sonrisa vecina o ese saludo solidario. No hay nada más allá de esta rutina mucho menos solemne, sin discusiones en asambleas de copropietarios y con una aceptación irrefutable -o para algunos resignación- de nuestra existencia compartida.

Eso sí, sigo sin extrañar los hijueputas buses escolares, chimeneas andantes que anuncian su paso con el ruido más molesto del mundo.

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De algo debía servir el haber estado dos años y medio como freelancer en terapia psicológica. La rutina de trabajo en casa ya me la sé y ya voy en que sé cómo y cuándo romper mis propias reglas. Sólo me falta terminar de cumplir la incapacidad médica y poder reincorporarme al mundo laboral.

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Hoy intenté una práctica de meditación por primera vez en la historia de este blog. Dicen los entendidos que haberme dormido en el proceso fue una buena señal porque logré entrar en algún estado de relajación. ¿Será que es mejor meditar con un gato cerca? Ya lo averiguaremos. Por ahora me atormenta la pregunta que hicieron: ¿qué busco al aprender a meditar? Sólo sé que quisiera pero no sé por qué.

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