abril 15, 2020

Decease

Leer las cosas que la gente publica estos días va entre el desánimo y la genuina curiosidad. Como antes y como siempre, suele ser sano el elegir a qué responder o si es necesario hacerlo. En general, la opinión que uno tenga no es relevante para el resto del mundo y uno puede ahorrarse la respuesta. Alguna diferencia hay al leer esta columna de Pascual Gaviria en la que se pregunta, no sin razón, cuáles son los daños que deberíamos buscar prevenir y cómo evitar lo que se antoja inevitable. Se pregunta por qué el enfoque ha de ser necesariamente el evitar que la gente se muera de una enfermedad específica, mientras las medidas en ejercicio para evitarlo matan gente de hambre o las condenan a la pobreza (y a todas las formas de morirse asociadas). Uno queda dándole vueltas y hablándose a sí mismo. La pregunta ofrece varios casos, meandros por los que corre la misma idea y que van al mismo lugar.

¿Cómo decidimos quién se muere? ¿A quién ponemos a elegir? Ya dirán algunos con algo de razón que, de todas formas, el Estado ya deja morir un montón de gente de condiciones asociadas a la pobreza, la violencia que genera, la falta de oportunidades y todo lo que mata la gente en este país. Un pecado de omisión histórico, podrían llamarlo. Y bueno, ¿queremos cambiar la decisión o quién decide? De pronto queremos votar para ver quién debe elegir. O tal vez queramos resignarnos y dejar que la naturaleza haga lo suyo pero que los que queden (o quedemos, no se sabe) no caigan en la pobreza. Es posible que algunos estén pensando en hacer islas de leprosos para los enfermos y enviar allí casas, calles o barrios completos cuando alberguen enfermos. O algo más simple y que nos es más familiar: dejar morir la gente a la entrada de los hospitales, buscando reducir el gasto de recursos en los enfermos y dirigirlos a los vivos y -con suerte- sanos.

Esta pregunta lleva un montón de tiempo tratando de resolverse usando ejercicios mentales para hacer evidente el dilema ético. El MIT lanzó un sitio hace varios meses, en donde las personas podían enfrentarse ellas mismas a diferentes situaciones en las que un vehículo autónomo debía decidir, en un caso extremo, a quién debería dejar morir en un accidente. No hay una única respuesta y, al menos hasta ahora, no hay una respuesta que todos aceptemos sin chistar. No hay un consenso sobre a quién es preferible decir que deje morir a la gente, a los médicos o al presidente, a los periodistas o al alcalde, a los científicos o a los maestros. Súmenle que no hay certeza del resultado. No es una forma escandalosa de quedarnos sin ancianos; el gobernante que emita la orden puede terminar en la misma fosa colectiva junto a un montón de desconocidos.

Todo esto tan gaseoso para decir que nadie tiene una respuesta, que todos los muertos duelen, cuando menos a los que son solidarios, empáticos y tal. Veníamos de quejarnos por tener buses más limpios para tener menos muertos por la contaminación, de quejarnos por los líderes muertos -que se siguen muriendo abaleados-, de quejarnos por los que no han querido que se acabe la balacera en este país por puro odio y rencor. Los muertos van a seguir doliendo tanto como antes. A los que no les dolía la avaricia no les va a cambiar la vida ahora (a menos que su capital no les garantice la salud). Igual, el regreso de la gente al rebusque en la calle, que Pascual describe como inatajable, silenciosamente condena a muchos de esos que plantea cuidar a morirse en la calle, de una u otra forma.

Ya que Pascual sólo pinta esa aparente "otra mitad de las cosas", habrá que estar pendientes para enterarnos cuando se encuentre la respuesta que no hemos podido ver todavía como comunidad global que somos. O para , como lo dice el comienzo de su columna, cuando encontremos la pregunta correcta. Por ahora sólo seguimos estrellándonos contra caminos sin salida y meandros que se secan antes de volver a su cauce.

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