Cuando abrieron la tienda Maserati en Bogotá, muchos nos preguntamos -ingenuamente, tal vez- si lograrían vender uno o dos autos al año. ¿Habría clientela en un país común y corriente en el que la cosa suele verse tan cruda y podrída?
Luego llegó la tienda de Ferrari. Mismo ejercicio: parecía más una exhibición temporal que un lugar en el que la gente compraría algo.
Ahora que uno ronda por Instagram y salen cuentas dedicadas a autos exóticos, la cantidad de autos que andan por la calle y tienen precios por encima de los 600 millones es sorprendente. ¿En verdad hay tantas personas diferentes que pueden hacerse a uno o dos de esos y seguir con su vida como si nada?
Luego uno vuelve al ejercicio mental de recordar los apartamentos que valen miles de millones de pesos y han sido los únicos que no se han dejado de vender, ni siquiera en medio de las peores crisis económicas. La diferencia está en que los carritos pierden valor, no son una inversión y sólo representan gastos (a diferencia de los inmuebles). Entonces, ¿todo ese dinero estaba por ahí, disponible para caprichos?
El pensamiento necesariamente se me va lejos y se conecta con las noticias sobre la gente con dinero que anda tumbando cientos de hectáreas de selva en el Vaupés. Con el peso y el impacto de la corrupción. Con lo que el DANE y DNP (el departamento de planeación) no quieren que veas sobre la desigualdad. Porque muchos se pegan del GINI como único indicador para darle palo al Gobierno pero creo que hay mucho más que eso (y es mucho más complejo).
Como que nos creemos pobres y resulta que no. Que por acá también existe un 1% protegido por los todavía-más-ingenuos que siguen creyendo en el mercado, la mano invisible y todas estas sandeces que llevan en sus biblias libertarias.
enero 31, 2020
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