mayo 30, 2012

Ride

Algunos de los recuerdos más lejanos en el pasado que aún conservo están relacionados con mis visitas a la peluquería del barrio en el que vivía. En aquella época comenzó a hacerse popular (o al menos eso creo) el que las sillas para niños estuviesen embebidas en un lujoso automóvil o un jeep aventurero, hechos en resina plástica y adornados con vivos colores, además de un timón que giraba sin límite y sin restricción a lo que el pasajero ocasional quisiese soñar.

En el sitio donde yo iba a que me cortaran el pelo, había inicialmente dos peluqueros que presumo eran también los dueños del negocio. Uno ya calvo y con bigote profuso; otro con pelo corto y oscuro, con gafas de marco grueso y creo que llegando a finales de sus cuarenta (con lo poco que puedo recordar).
El salón tenía sillas para adultos y, en una ampliación que se notaba reciente, disponían de tres sillas para niños junto a una puerta lateral en la que dejaban además, una de aquellas maquinitas que funcionaban a monedas y que simulaba ser un ovni perfectamente redondo, con botones que disparaban sonidos llamativos y luces de todos los colores. Esos primeros intentos de sillas para niños, recordando desde el futuro lejano, resultaban ser carros a pedal empotrados en la base de una silla normal de peluquería, hijos innegables de la creatividad local.

Los recuerdos que conservo me llevan a estar sentado allí, esperando mientras me cortaban el pelo o saliendo a abordar la nave espacial con la moneda de veinte pesos que me daban para recompensar la paciencia. Con suerte, podía recibir un helado en la tienda de camino a casa, uno de esos helados en vaso que traen la base convexa para robarle mililitros y mililitros al infante desprevenido.
Las últimas veces que fui a cortarme el pelo, ya en sillas de adulto, creí pasar por un rito de paso al dejar que el hombre de gafas con marco grueso y pelo corto, me cortara el pelo de forma despreocupada y apresurada, midiendo el largo de cada mechón a tirones y cortando como si se tratase de trasquilar una oveja rápidamente. Siendo rito de paso, supuse que se trataba entonces de demostrar adultez y no llorar, soportando lo que la vida buenamente da. No hubo juego ni helado a la salida; no recuerdo siquiera si aún vivíamos en el barrio o aprovechamos alguna visita familiar para pasar por la peluquería de siempre. Sin embargo, aproveché cualquier excusa con tal de no volver jamás a aquel lugar para el que ya no me quedaban motivos que me hicieran volver.

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