Su nombre era José. De origen humilde, que no extracción pues no es un tubérculo, viajó desde un pueblo sin nombre (para efectos de esta historia) hacia la capital, buscando emplearse en casi cualquier cosa, buscar fortuna.
Tras varios años trabajando en oficios diversos, ya sea como caddie en un renombrado club campestre al norte de la ciudad o bien como cotero, José cruzó su vida con una mujer igualmente humilde, casualmente de nombre María, como en el mito judeocristiano. Casualidades de la vida, supondríamos. Una vez compartieron sus vidas, no tardaron en llegar los hijos y las necesidades, ambos en constante crecimiento. Y con necesidades nuevas a cuestas, José se hizo a la tarea de buscar una nueva fuente de recursos para su creciente familia. Teniendo en cuenta que vivían en El Codito, barrio marginal de la capital encaramado en la falda de los cerros nororientales, las primeras opciones de búsqueda eran aquellas que se encontraban más cerca -que pensar en pagar pasajes de bus era un despropósito-. Como caddie ya sabía que no recibiría el dinero suficiente, así que buscó unos metros más al norte, en los cementerios de la ciudad.
El pintar y conservar lápidas no era ni mucho menos una fuente fiable de dinero, así que José y María se aventuraron a construir de la mejor forma que pudieron y junto a otros tantos, un puesto de venta de arreglos florales a la entrada del cementerio, en un lote baldío e insalubre cerca al canal del río Torca, confiando en que la presuntamente acaudalada clientela en esta zona de la ciudad pagara en abundancia sus flores.
Varios años (y varios hijos) después, José y María podían decir que tenían un puesto de venta que proveía la paga suficiente para cubrir sus necesidades, las que, como ya se dijo, crecían al mismo ritmo que la estatura y el número de sus hijos.
Sin embargo, en esta historia es el padre y no un hijo el que se sacrifica. No significó la redención para su familia; por el contrario, sólo redujo sus oportunidades y les ató a la pobreza de recursos y de oportunidades de la que, igual, no habían podido escapar.
El puesto de flores que burdamente habían construído se situaba entre el canal del río y la autopista que salía de la ciudad hacia el norte; en un momento de descuido matutino, José cargó algunas bolsas de un lugar a otro sin fijarse en que un autobús transitaba a gran velocidad por el carril que invadió momentaneamente. El choque le arrojó a varios metros de distancia y en el golpe de su cráneo contra el pavimento, sus ojos salieron de sus órbitas y los sesos se desparramaron en derredor. Todo esto frente a la mirada de su mujer y dos de sus hijos mayores, además de sus compañeros de trabajo y algunos clientes que se hallaban allí a tan temprana hora.
María, su mujer, con una resignación casi infinita, aceptó esta nueva pobreza a su lado, desconocida, manteniendo desde entonces el puesto de venta de flores incluso tras reubicaciones forzadas por la Alcaldía, conservando la tablilla con la que orientaba a sus clientes: José, puesto 42. Porque la pobreza real está en no tener alternativas diferentes a lo que ya existe o ha dejado de existir.
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