diciembre 13, 2019

N.W.A.

Creo con firmeza que ahora cada uno vive aún más ahogado en su propio mundo de ideas si lo comparamos con alguien de hace treinta años.
Hoy es fácil dejarse inundar la cabeza, el corazón y las tripas con todo aquello con lo que se está de acuerdo, día a día y minuto a minuto, notificación tras notificación. Hace treinta años había que esperar al noticiero de las siete, al periódico de la mañana, al nuevo libro, al programa de radio en la tarde.

Tal vez, el único caso que ha sido constante a través de los años es el ahogo que trae nuestro quehacer, el oficio que paga la comida. Vean nada más al comandante de Policía de Bogotá. El pobre hombre recién descubre que las personas de a pie no confiamos en ellos, en los policías, y nos pide que no creamos que no todo lo que hacen tiene una intención oscura. Que matar gente, meter gente en carros sin marcar o patear gente desarmada no obedece a nada más que a su quehacer diario.

Ese ahogo del quehacer ha perdurado en el tiempo. Ese oficio de defender la propiedad (que a duquecito se le salió inocentemente en su discurso sin sonrojo) que los lleva a matar gente con tal de preservar los ventanales intactos, ese oficio es constante a través de la historia y los hace olvidarse del lugar en el que trabajan. Olvidan que no son soldados y no combaten en una guerra. Que trabajan en medio de los pueblos y ciudades. Que el mundillo de los ideales los crea diciendo que están para servir a la comunidad, a todos. Que no están para desahogar su ira pateando gente ni es un hecho menor el que terminen matando a alguien, así sea porque había detrás del alguien un grupo de gente al que sí le apuntaban (otra gente que tampoco se debe morir).

Los policías creen que viven en medio de una película y su oficio los ahoga. Se entrenan para odiar a las mismas personas que dicen servir. Al final, no terminan por ser nada diferente a perros rabiosos con un amo sádico que los empuja a pelear y a morir. Por unos ventanales, por dinero. Creen tener poder pero sólo tienen rabia, sevicia y miedo a su superior inmediato. Obediencia a unos generales que ascienden sin ganar batallas y que se transforman sin ambages en un político más. En otro bozal o en otra correa que estrangula a los perros rabiosos.

A mí que me hable de rabia un policía de Corinto, Cauca. Uno que haya pasado noches en vela vigilando que la guerra no le cayera encima en medio de la noche, a él y al resto del pueblo. Pero que un pobre diablo que patrulla los buses en una ciudad, de repente elija patear gente indefensa a la entrada de una universidad, eso habla a gritos de lo que los policías creen que son. Entre las personas que no son policías, todos se preguntan por el líder que les habrá dicho salgan a acabar con la gente que ande jodiendo, pero nunca lo van a encontrar porque es el mando medio, el que quiere escalar posiciones mostrando cifras, el que quiere ser aplaudido y ascendido. Ese don nadie es el que azota a la jauría con promesas y castigos y por eso es que nada va a cambiar. No hay una orden clara, sólo hay hijos del resentimiento específico de cada quien.

A mí no me cuida la Policía, ¿a ustedes sí?


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