marzo 13, 2017

Dormir

Una de las cosas más difíciles de sobrellevar cuando estaba en el colegio era el tratar de despertarme cada mañana, lo suficientemente temprano como para poderme bañar, vestir, desayunar y alistar todo para salir. Como vivía lejos del colegio, los primeros años me recogían antes del amanecer porque el recorrido tomaba casi hora y media. Salía a una hora en la que hacía un frío tremendo, los copetones se contaban las andanzas de la noche, los repartidores de periódicos iban en bicicleta dejando los paquetes en cada portería y pasaban apenas un par de buses con andar cancino, como esperando la aparición de más pasajeros.

Recuerdo que era difícil no querer seguir durmiendo o que muchas veces pensé en llevarme mi oso de felpa para mantenerlo sobre la cabeza mientras esperaba. Esperar a que me recogieran siempre era aburrido, implicaba desayunar rápido (y yo no disfruto el comer rápido). A veces desayunaba algún cereal, a veces desayunaba caldo de papa, a veces era café con leche y fruta. Siempre tenía sueño.

Hubo una época en la que comenzaron a poner programación en la televisión pública las veinticuatro horas, lo que llevó a las programadoras a conseguir series baratas. Llegaron de vuelta los clásicos como El Santo (Simon Templart) o Quo Vadis. ¡Había televisión en la madrugada!

Sin importar lo que hubiese desayunado, siempre tenía sueño de camino al colegio. Recuerdo ver a los cerros y ver las luces de las casas dibujando algo muy parecido a un mapamundi sobre la falda de la montaña. Después de ver eso, normalmente me iba quedando dormido sin más. Caía sobre los hombros de los vecinos o me golpeaba contra la ventana una y otra vez. Apenas me despertaba para oír a los que se reían cuando escuchaban el golpe contra el vidrio o para oír al que me decía cómo podía recostarme hacia adelante y dormir sin molestar a nadie.

Qué difícil era levantarse para ir al colegio.

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