julio 15, 2016

Move

Hay una jugada que me sale particularmente bien. Una pisada en la que corro el balón para atrás y luego hacia la derecha, evadiendo al rival que me intenta quitar el balón.

Cuando estoy particularmente hábil, eso es, cuando tengo aire suficiente, a veces logro hacer eso mismo sin pisarla, atándola al borde interno del zapato -como si fuese con velcro- y dejando pasar de largo al rival de turno. El balón no se me despega del pie y es lo más cercano que conozco a la magia. Hago magia para mí (y para los demás, así no la disfruten).

Anoche tuve uno de esos momentos en los que no pensé, vi venir el pase y lo recibí  tan bien que quedó ahí, en ese rincón del borde interno del pie. En un movimiento rápido quedé solo de frente al arco y todos quedaron en silencio. Nadie dijo nada, nadie hizo nada (aparte del pobre infeliz que pasó de largo, al que mandé por la leche, el pan, los huevos y una cebolla). Salió tan bien que quedé solo frente al arquero y nadie se movió.

Me quedé sorprendido con lo que acababa de hacer. Tanto que lo pensé de más y le pegué muy mal. Supongo que necesitaba tiempo a solas para digerir lo que acababa de pasar. Como que a veces hago jugadas tan simples y tan bonitas, maldita sea, que después me quedo saboreándolas, repasándolas sin recordar en detalle cómo lo hice.

Como en los exámenes de matemáticas del colegio, donde tenía más certeza del resultado (bueno) cuando no recordaba en lo absoluto las preguntas o mis respuestas. En la película de Tom Cruise The last samurai, alguien le dice mientras practica "Too many mind. No mind (sic)". Y pues sí, toca con menos mente. Idealmente sin mente, idealmente confiando en lo que uno ya aprendió.

No mind.

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