octubre 28, 2014
Reflektor
Una que otra vez suelen surgir en mi cabeza algunos recuerdos de momentos en los que me he sorprendido a mí mismo. Momentos en los que he llegado a creer que hay todo un sector inexplorado de mí, el lado oscuro de la luna alejado de la observación cotidiana. Me gustaría hacer un recuento para recordarlos más fácil la próxima vez que los use en alguna conversación.
1
Un día en clase de inglés en el colegio durante los primeros años. Ocho o nueve de la mañana. El profesor, Jorge Urrego, era además el jefe de salón. Un señor en medio de sus treintas con el pelo negro corto y un bigote profuso. La actividad del día era seguir instrucciones; primero en entenderla la sigue y explica qué entendió. Lleve ésto, traiga lo otro. De repente, nos mira y sonríe antes de decirnos que la siguiente instrucción es difícil. Dice algo que deja a todos mirando al frente y tratando de entender. Yo no creo haber entendido pero el lado inexplorado levanta una de mis manos, luego se pone de pie y camina hacia uno de los grandes ventanales. Mira a la calle, al cerro el cable, sonríe y luego vuelve en calma a su asiento. El profesor me felicita
La instrucción era levantarse de su asiento, ir a la ventana y ver a la calle por dos minutos. Recordé este incidente idiomático cuando, al comprarle sanduchitos y jugo a un pakistaní en Londres, me dijo cuánto costaba todo y conscientemente no le entendí un carajo, mientras que escuchaba al lado oscuro decirme que eran doce libras y veintidós centavos.
2
Nevado de Santa Isabel. Un grupo corto de caminantes, dividido en dos cordadas de cinco. Llegamos a la cumbre del nevado recién pasó el mediodía y estuvimos disfrutando nuestro logro por casi una hora. La inexperiencia nos llevó a descender sobre nieve a medio derretir por el sol y hielo mojado. Mi cordada llevaba al frente tres pobres no iniciados en la montaña hasta aquel día. Delante mío iba mi amigo de muchos años (que ya han sido muchos más), un fornido hijo de la cordillera central que me lleva diez centímetros de altura y treinta kilogramos de peso.
A medida que avanzaban, comenzaron a perder el poco equilibrio que tenían. Caía uno, caían dos, los demás deteníamos su caída. Hasta que vi que no iba a ser más nosotros. Una de las últimas pendientes tenía más hielo del que recordábamos y comenzaron a caer uno a uno. Apoyé el cuerpo en los crampones clavados hasta la punta de la bota, el piolet, los codos y las rodillas. Cuando mi amigo resbaló y sentí el tirón, sé que grité mucho. Como el grito del atleta al lanzar el martillo o el disco. Al final del esfuerzo, había detenido la caída de los otros cuatro.
Sé que diez metros más abajo caímos todos y casi me mato contra las rocas de la morrena. Pero no pasó y me quedó el recuerdo de lo mucho que puede hacer este cuerpo que no entiendo del todo. Eso y los duelos futboleros que ganaba a pesar de la constante desventaja.
3
El día que reservé una habitación, un pasaje de avión y di el primer paso. Sí, faltaron algunos pasos más entre el cuarto y el decimo quinto que no dejaron más remedio que un mal final. Pero ese primer paso...
4
En clase de Alemán, ya en la universidad. Desde la primera clase elijo tomar apuntes en inglés para no traducir sin más. La profesora Ángela, embarazada, deja que sus asistentes dicten clase mientras ella las evalúa. De paso, me ve tomar apuntes y comienza a preguntarme algo. Después de tres intentos, alguien junto a ella me repite la pregunta y ahí logro entender. Me preguntaban en perfecto español si estudiaba idiomas con énfasis en inglés o algo así. Y no, soy ingeniero, un ingeniero que por un instante no entendía cuando le hablaban en español.
En esa misma clase me dieron por sociólogo, filósofo y antropólogo. Pinta de ingeniero como que no tengo.
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