Llovía. Caían gotas de agua, una tras otra, cada una junto a las otras.
Luego llovía greda, un barro diluido que embarraba todo lo que encontraba en su caída. Todo se vestía de un gris cercano al marrón, uniforme y somnífero.
Poco después comenzó a llover petróleo. La ciudad se disfrazó repentinamente de pozo petrolero, cubriendo a edificios y transeuntes con una capa grasosa, brillante y que difractaba la luz de formas curiosas, creando un raro contraste junto a la greda.
Al rato llovía mierda. Emplastos verdosos, cilindros marrones, tantas formas diferentes como han habido para el mítico ovni. Caían haciendo un ruido sordo y apagado, matizado por el chapoteo sobre el agua o el petróleo.
Cerca de una hora después llovió tierra. Al agua le llovía tierra. Una fina capa que crecía centímetro a centímetro hacia el cielo del que provenía.
Luego, de la nada, un hombre apareció por generación espontánea. Y otro. Y otro más. Hombres y mujeres que luego se darían a la tarea de arar la tierra, moldear la greda, sacarse la mierda y jugar con el petróleo.
Hasta que Dios volteara la pecera de nuevo.
octubre 17, 2012
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