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Un recogebolas con diarrea. El pobre joven se retorcía de dolor mientras las pelotas iban de un lado a otro de la cancha. Tenía suerte de estar encargado de entregar las pelotas para el saque, por lo que podía mantener las piernas juntas y el vientre apretado. Los jugadores tenían la posibilidad de detener el juego e ir al baño. Él, en cambio, debía soportar tanto como pudiese. Se sentía inflado como un koala y tal vez los demás lo veían como uno. Tal vez, si fuera koala, no estaría allí soportando aquel malestar en medio del calor sofocante. Si fuera koala, estaría a la sombra, masticando hojas de eucalipto y atrayendo turistas. Por ahora debía concentrarse en no manchar la cancha con los restos del desayuno. ¿Por qué tenían que jugar tan bien estos dos? Si alguno fuese lo suficientemente malo, el partido acabaría en paliza y se podría ir rápidamente a pasar el resto del día sentado en el sanitario. Menos mal Wilander perdió en tres sets. De no ser así, otros habrían sido los titulares del día siguiente.
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Un espectador que pensaba en suicidarse después de ver el partido, encerrado en su hotel. A sus ojos, sería bello y poético el dedicar la tarde a ver una final de tenis y la noche a morirse. Esperaba ver un gran juego que le recordara su niñez, en la que las tardes se llenaron de entrenamientos y sobreesfuerzos. Él, tenista frustrado, nunca había logrado entrar al circuito tras huir de maltratos y golpes que su entrenador prodigaba, a él y a todos los desdichados arrastrados allí por sus padres. Había bebido algo de vino en la mañana, lo que le tenía allí al sol con algo de mareo pero sin malestar. Sin euforia. Sólo una placidez inagotable. Hasta reía viendo a uno de los jóvenes recogebolas haciendo gestos de incomodidad entre punto y punto. Parecía sufrir de cólicos pero desde la distancia a la que estaba, no podía saber nada más. Un dolor anónimo.
Todo iba bien hasta que Wilander dejó a Edberg ganar en tres sets. Ahora debía buscar algo que hacer mientras llegaba la noche y con ella, el momento de morirse. Porque nada había salido como esperaba, ni siquiera el último plan de su vida.
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Un niño viendo el partido por televisión, que decidió luego aprender sueco. Porque tal vez, si aprendía ese idioma que sonaba tan raro a los oídos, podría ser famoso y lo entrevistarían para que hablara como esos dos señores. Y su mamá lo dejaría tener el pelo largo.
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Historias ocultas del partido final en el Abierto de Australia de 1985. Rama individual masculina. Stefan Edberg contra Mats Wilander (1).
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