Uno comparte vecindario con gente variopinta cuando está hospitalizado. De los primeros comentarios que recibí en mi segundo período de estar internado fue uno de una enfermera que trataba de animarme y ayudarme a estar tranquilo. Señaló la bolsa de nutrición parenteral y me dijo el doctor que trajo esta idea al país está en el mismo piso que tú. Es todo un honor.
No tenía curiosidad ni ánimo para preguntar por nombres. Me quedé sin saber quién era o qué hacía esa persona en una habitación del piso doce.
Cuando finalmente pude caminar por los pasillos del piso, me crucé con personas inesperadas. Una tarde, una amiga que fue a visitarme aceptó acompañarme a mi caminata de la tarde. Cuando comenzábamos la primera vuelta, nos topamos de frente con un par de escoltas y, tras ellos, un expresidente con otro par de personas acompañándolo, cargando algunas maletas caras de las que llevarían a sus vacaciones de verano. En parte me desagradaba el que esos escoltas estuviesen siempre allí, junto a la puerta de la habitación, pues no me dejaban detenerme en la única ventana de todo el recorrido con vista clara hacia afuera, al mundo. Y pues, el que haya escoltas implica que hay armas. Pensaba luego en lo lenta que tenía la cabeza, pues cualquier otro día seguro habría musitado bienvenidos al futuro, parceros para despedir al vecino en su camino a la salida.
Cuando estaba más a gusto en mis caminatas, después de la segunda semana, pude fijarme en los detalles de los puestos de enfermería. Los computadores en los que todos registraban novedades en las historias clínicas. Los carritos de paro. El sitio donde se cambiaban de ropa y dejaban sus morrales. Los carritos de medicinas que estaban marcados con nombre completo y cédula del paciente. Ahí comencé a prestar más atención y sí, podía ver que Pepito seguía en la doce cero dos. Que ahora había un señor de mediana edad en la doce cero seis. Que había llegado un señor de nombre sonoro y alojado en la memoria noticiosa a otra habitación del piso. Uno al que llegaban a visitar grupos de personas y grupos de señoras, al que saludaban al entrar con un Jorgito al unísono. Cuando la cabeza finalmente recordó quién era, no dejé de sentir un poco de asco cuando pasé frente a su puerta en cada caminata, hasta que vi que en el carrito de medicinas estuviese vació el espacio del nombre para esa habitación. Está comprobado que el personal médico cuida de todos así sean personas horrendas con amistades oscuras.
Como veía que leer libros me dormía a los cuatro o cinco minutos (porque la cabeza se cansaba tan rapido como el cuerpo), me dediqué a leer columnas de opinión todas las mañanas pasadas las seis, poco antes del cambio de turno en enfermería. Ahí fue donde vi quién era mi vecino médico y famoso. Era el doctor José Félix Patiño. El médico docto y reconocido, el ministro de salud, el venerable rector de mi universidad y fundador de la clínica en la que me estaban atendiendo. En efecto, era él quien había traido a estos lares la idea de ponerle a uno nutrientes directo en lo profundo del ser (cosa muy útil para los que estamos sanando alguna dolencia en las tripas y necesitamos dejarlas descansar de su quehacer). Era esta persona de la que cada acción, cargo y labor estuvo siempre dedicada al bienestar de otros, de muchos. ¡De tantos! Y ya con eso mi vecindad de piso se recompuso y dejé de sentir que me rodeaba gente horrible. No dejaba de pensar en lo esencialmente altruista que es el dedicarse a la medicina o a la enfermería. Nada los mueve a levantarse cada día aparte de ir a hacer que otros sanen o que, como mínimo, no sufran mientras dan curso a sus devenires naturales.
Desafortunadamente, las columnas y las noticias lo mencionaban porque su estado de salud se deterioraba rápidamente y cada artículo era más un elogio fúnebre (el eulogy gringo). Don José Félix falleció antes que yo recibiera el alta. Yo logré salir de allí camino a casa gracias a muchas cosas que él hizo en vida, desde lo más grande (ser fundador de la clínica), pasando por lo más duradero en el tiempo (trabajar en políticas de salud pública, educar a generaciones de médicos que seguro me atendieron allí) hasta lo más pequeño y concreto (la nutrición parenteral total, que fue lo que hizo que yo pudiese salir del cuadro de desnutrición mientras sanaba de la tripa). Su obra me rodeó y me brindó los cuidados que necesitaba para prolongar la vida, como nos rodea y nos cuida a muchos todos los días, seamos pacientes, ciudadanos o estudiantes universitarios en alguna de las instituciones en las que dejó parte de su legado y su trabajo. Hice lo que pude para dar gracias a todas las personas que me cuidaron y me ayudaron a sanar, pero sigo divagando sobre cómo podría uno dar gracias por tanto a una persona que ya no está.