No han pasado más de una pocas semanas desde que subí a Patios por primera vez en mi bicicleta de todos los días y todavía me sorprende haber podido hacerlo.
Seis kilómetros y medio de un sufrimiento físico y mental que se prolongó por 32 minutos (o algo así, porque no lo puse en Strava para no andar buscando su aprobación). Un reto que salió de una propuesta casual en la oficina, donde alguno del equipo sugirió subir un domingo temprano. La sugerencia rápidamente se convirtió en un plan y así fue como terminé el domingo a las 6:30 esperando gente en el puente Belisario (que de repente pasó a tener el nombre de una persona muerta).
Lo primero que debo decir es que fue otro escenario en el que pude refrescar la idea del colombiano como un ser esnob siempre y en cada escenario de la vida. Es imposible para muchos compartir el gusto y el disfrute de algo sin pordebajear a otros y enrostrarles su inexperiencia. No se pare ahí, no se vaya para allá, no haga esto o aquello. Mil cosas que todos saben y le enrostran al bisoño cuando lo creen conveniente.
Una vez estábamos todos y salimos cuesta arriba, la siguiente tarea fue encontrar el ritmo ideal. No es la bicicleta más liviana y tampoco salgo en la bicicleta más allá de los ires y venires oficiniles (y los desvíos a sitios aledaños cuando es necesario). Así pues, encontrar qué tan rapido podía y debía ir en la subida era la diferencia entre la sensación de tener los muslos en llamas y un ascenso ininterrumpido. No tardé más de un par de curvas en encontrar el ritmo; el siguiente reto era mantenerlo a pesar de todos los que, no sé cómo, iban más lento que yo. Yo iba en el plato lento, en un cambio lento. De alguna forma, había gente que iba más lento que yo.
Una vez encontré el ritmo y me sentí cómodo, lo siguiente fue pensar que podía llegar arriba. Que no faltaba mucho para llegar al segundo kilómetro. Luego estaba el tercero y eso era prácticamente la mitad. Una izquierda, una derecha y llego al repecho. No debo olvidar que después del CAI viene una cuesta dura. Efectivamente, uno llega al CAI y viene una pendiente más pronunciada que prueba la cabeza más que las piernas. El subir y subir, el no dejar de subir una pendiente a pesar de todo lo que se ha pedaleado, es tal vez una de las pruebas más grandes a la paciencia que uno puede tener. No hay más que hacer aparte de seguir subiendo. Ya llegará el repecho prometido, posiblemente en la siguiente curva a la izquierda. O a la derecha. Pasa un señor en su bicicleta y me anima: "vamos, vamos, hay que darle". Y le doy. Voy.
Hay algunos que pasan raudos en sus modernísimas bicicletas y trajes ligeros. La mayoría va a un paso cancino. Ir temprano garantiza que el tráfico de carros es mínimo y es fácil adelantar en doble y triple línea si el ritmo lo permite. Miro el asfalto que se queda atrás bajo la rueda, las líneas que pasan y se mueven al ritmo del pedaleo. Veo la siguiente curva y logro llegar a un puente peatonal, a partir del cual se supone que hay un repecho salvador. Y lo hay. Hago un cambio al fin y logro dar pedalazos más sueltos para aliviar las piernas. Avanzo y veo llegar el marcador del sexto kilómetro. Sólo queda la subida al peaje, un par de curvas, y todo se habrá terminado. Subo con el doble de ahínco y casi creo que podría haber subido más rápido. Descubro aquí, al final del recorrido, que me guardé todo el tiempo para tener la certeza de poder llegar, pero que posiblemente podría haberme esforzado un poco más. La próxima, me digo con confianza.
Llego y me encuentro con el que iba en la bicicleta más moderna del grupo. Me dice que llegó hace poco menos de cinco minutos, lo cual lleva a concluir que me tomó poco más de media hora. Sólo cinco minutos de diferencia con el que iba en su moderna bicicleta en marco de fibra de carbono, ruedas delgadas y pedales de esos que llaman choclos. Y yo, yo sólo iba con Margaret, mi Margaret.
Lo demás llegaron entre diez y quince minutos después. Tomamos un respiro y nos alistamos para bajar. Otro recorrido frío y cansado, esta vez en las manos que frenaban con fuerza aquí y allá. Otro ejercicio de paciencia en el que uno quiere dejar de frenar. Y el frío en el pecho, tanto frío.
Llegamos abajo y nos despedimos, contentos de haber subido. Yo volví raudo a casa para ver un partido de fútbol importante. Todo parecía simple y fácil a comparación. Subía y bajaba calles como si fueran andenes de la ciclorruta; ya había pasado por lo más cansado del día, así que podía ir a toda velocidad por un recorrido que suele ser mucho más cansado. Ese tercer aire llegó lleno de energía y de satisfacción. Como si hubiese bajado de allá con una camiseta nueva que le decía a todos lo bien que lo había hecho. Y bueno, también está el que nunca estuve cansado porque de algo debía servir el ir al gimnasio tres veces a la semana. Había sido doloroso pero nunca me quedé sin aire o sin piernas.
Qué feliz es ir por ahí en mi bicicleta y llegar a nuevos lugares, parce. Y qué feliz es que el cuerpo pueda ir a donde la cabeza sólo imagina llegar.
enero 15, 2019
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2 comentarios:
Me le quito el sombrero, yo no he podido pasar de la quinta para ir a la Distrital.
@Arturo: Parce, no me la creo. Veo esa carretera allá arriba en la montaña y no puedo creer que yo iba por allá en mi bici.
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