Se ha hecho importante últimamente el hablar de la verdad, de lo que representa y de lo que no hace parte de la verdad. De la verdad como un artículo con existencia definida, con atributos, comparable a lo que no hace parte de la verdad. De lo importante que es revelar constantemente lo que no hace parte de la verdad. El mundo se separó de repente, con la verdad a un lado y lo demás al otro, dejándonos a todos en medio, debatiendo sobre cuál orilla es la permitida.
La verdad es una medalla, un certificado, un terraplén de la moral que eleva a su poseedor por sobre sus semejantes. Es una placa brillante y un peto robusto que le permite a su poseedor resistir embates ajenos sin inmutarse.
Bien puede uno ver cómo se volvió importante mostrar que lo dicho por integrantes de uno u otro grupo religioso no hace parte de la verdad. El punto no es avanzar sino demostrar que la verdad no incluye a los otros, a los diferentes. La verdad se hizo excluyente y delimitador cultural.
La verdad no es más que el punto en el que alguien se cansó de discutir, incluso consigo mismo.
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