Cuando se lee o se aprende sobre culturas del pasado distante, siempre hay referencias a la transmisión de conocimiento a través de historias. Mitos, cuentos, fábulas, recuerdos.
Uno se podría preguntar si el conocimiento transmitido debe ser siempre relevante. Cosas de vida o muerte. Por qué no comerse el pescado amarillo que vive en el río o por qué la constancia de la tortuga puede llegar a vencer incluso a la liebre más veloz.
Si uno revisa entre los recuerdos propios, hay conocimiento transmitido sobre situaciones de la vida diaria relacionadas con los aspectos más banales de la vida. Ahora la supervivencia se relaciona con no comprar el boli en la tienda de la esquina, no comprar teléfonos en los almacenes de la calle 19 o no comer caldo en los quioscos junto a El Campín un miércoles en la noche.
Y sin embargo, no son lecciones de supervivencia sino de comodidad. El boli podrá si acaso, estar hecho con agua sin hervir; el teléfono será robado; el caldo será un recalentado de una olla preparada el domingo anterior y guardada de forma desprolija.
Los mitos son innecesarios hoy y sólo sirven para entretener. No hay abuelos advirtiendo a sus nietos sobre el borracho que amaneció en una bañera llena de hielo y con una sutura en el costado.
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Tal vez, lo único que conserva esa interrelación de realidad y magia es la interacción con la tecnología. Porque lo que no se entiende es lo realmente mágico. No saber si se puede apagar el monitor antes que el resto del computador; no saber si usar los botones en el televisor los daña. No entender por qué el fabricante nos indica una forma particular de usar algo.
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