En algún momento, creí oportuno aprovechar una necesidad, leve pero real, e interactuar con A. pidiéndole algún tipo de favor. En algún momento tuve que lidiar con las mil caras de la entropía, cual Janus Quadrafons. Y una de esas caras era conocida por ella pues, en medio de sus tareas y trabajos, debía calcularla, delinearla y controlarla.
En una de esas esperas compartidas, le comenté qué andaba buscando y ella accedió amablemente a ayudarme con alguno de sus libros, sin extender la conversación al respecto. Sólo fue hasta un par de días después que ella recordó el encargo y me lo hizo recordar de forma juguetona.
Llegó tarde a clase, como pocas veces sucedía. En el recuerdo la veo con algún pantalón gris y un saco que no recuerdo. Sé que yo tomaba apuntes de un ejemplo en el tablero y la saludé mientras pasaba. Lo siguiente fue seguir tomando apuntes hasta que ella dejó caer pesadamente sobre el tablero de mi pupitre el libro de Termodinámica que tuvo a bien prestarme.
Vaya forma de llamar la atención. ¿Cómo no voltear a mirarla así? Setecientas u ochocientas páginas. Pasta verdosa y letras negras. El apellido del autor bien podía ser el de un jugador de la selección holandesa o belga. Cuando dejé de ver el libro para verla a ella, sonreía casi con picardía.
También recuerdo que, tres días más tarde o tal vez una semana, acordamos que le llevaría de vuelta el pesado libro. Sin embargo, el día anterior no fue a clase y el día acordado no la vi en Ingeniería ni en la clase de todos los días. No tenía amigos en común con A., así que no tenía dónde llamar ni a quién preguntarle y tampoco había llegado a pedirle el teléfono.
El día acordado ni siquiera logré salir a tiempo a clase. Metido en alguna sala de cómputo, terminé aquello en lo que trabajaba casi veinte minutos después de la hora. Y sin embargo, algún otro compañero de clase me animó a ir, sólo por el gusto de ir y ver qué hacían. Y sí, ahí estaba ella, con cara de impaciencia. Yo tuve que sentarme al fondo del salón y pensar qué decir mientras llegaba el final de la clase. Que llegó. Inevitable.
Sentí en ese momento que quería ahorcarme porque necesitaba el libro, que ella me había prestado algo que usaba y necesitaba a diario pero que había sacrificado sólo por compartir algo conmigo. Y yo vivía a una hora de la universidad, así que no tenía caso decir que iba por él, aunque igual lo sugerí (ir y volver, ir y llevarlo a alguna parte, opciones había).
Sé que lo devolví al día siguiente y que A. respondió a mis agradecimientos secamente. Sé que vi un papel dentro con un acróstico muy cursi, hecho por algún otro infeliz.
Sé que aprendí qué era la entropía.
julio 08, 2012
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