Él se sentó allí, sin más ideas en la cabeza que aquel texto escasamente adornado pero lleno de ideas nuevas que sostenía en sus manos. Se quedó sentado, como esperando un impulso que lo llevara a leerlo con avidez.
Y el impulso llegó a él, así que comenzó a leer con calma, deteniéndose en cada nombre y en cada núcleo narrativo. Era un documento meramente descriptivo, introductorio, casi que pensado para alguien que no tuviera idea del tema en lo absoluto. Sin embargo él ya lo sabía, él entendía las relaciones que allí le mostraban porque ya estaban en la memoria. Pero bueh, así era él siempre y disfrutaba recordar lo que hacía mucho no recordaba; escuchar(se) de nuevo conceptos y juicios que ya habían sido suyos desde mucho atrás.
Sí, sentado, en ese lugar aislado, tranquilo, donde no lograrían sentarse cómodamente más de dos personas, ahí estaba él, buscando comprender esas historias lejanas al hacerlas suyas.
Algunas veces se preguntó él por la necesidad de tener visión periférica. Claro, es necesaria para ubicarse espacialmente y su desarrollo representa un cambio en la motricidad del ser humano cuando éste comienza a desplazarse de forma autónoma. Como quien dice, sin ver por el rabillo del ojo, todo bebé se iría de cabeza más a menudo y desistiría de gatear siquiera. Pero bueno, él ya sabe caminar, entonces, para qué le sirve conservar la visión periférica? Para nada, suponemos todos.
Y sin embargo, él, con sus codos sobre los muslos, casi sobre las rodillas, sosteniendo su lectura con ambas manos, leyendo con atención y con sus ojos fijos sobre el papel blanco, vió por el dichoso rabillo del ojo derecho -vaya uno a saber cómo- una figura acercarse, con movimientos delicados, con una increible calma -para la naciente tensión de él-, tal vez observándolo sentado con sus hojas en la mano, sus codos en las rodillas, casi doblado sobre sí mismo.
Recordóle por un instante aquella pintura de Domenikos Theotokopoulos que vió en los libros; sí, figuras esbeltas, construidas con delicadeza, elevándose hacia el Dios que a todos ama. Fucsia, negro, castaño; pana, algodón, queratina... pantalón, saco y pelo.
-Carai -se dijo él-, es A. de nuevo. ¿Y viene hacia mi? ¿por qué lo hace?
Seguro, era ella de nuevo. Iba hacia él, en efecto. Caminaba como solía hacerlo, con calma. Y, para su sorpresa, A. se sentó sin más, a su lado.
Sus papeles blancos seguían aún en sus manos pero su lectura intensa se perdió y las hojas finas se convirtieron en un cilindro, un cilindro que no era inmune a nada, a nada en absoluto de lo que él sentía.
- Hola -dijo ella-.
- Hola -respondió él sorprendido aún-.
Y así como el primer día que decidieron conversar, él se dejó llevar por la situación. Bueno, casi, porque no aceptó de ella un mordisco de turrón. Qué más podía hacerse si a él no le gustan los turrones. Pues bien, pasó media hora, pasó una hora y al final se levantaron de aquella banca y caminaron juntos a su clase de todos los días. Igual, ese día no era como todos los demás porque claramente era ese jueves y no cualquier otro.
Un tiempo después, cuando ya no íban juntos a ninguna parte, él regresó a aquel lugar y observó con detenimiento cómo allí efectivamente no cabían más de dos personas, cuán cerca habían estado él y ella aquella vez. Observó el camino desde la cafetería hasta ese lugar. Un par de metros. Recuerda entonces que él pensó en miles de cosas y tan sólo fueron un par de segundos hasta que A. se sentó allí, junto a él.
Cuando la ve pasar, recuerda ese pantalón fucsia y ese saco negro, vuelve a ver su pelo castaño que sigue igual... así ella haya cambiado tanto, así él haya cambiado tanto.