Ser jefe es cansado. Por encima de todo, es un quehacer cansado.
Hace meses que no me siento a escribir líneas de código y a veces extraño la tranquilidad que trae el sentarse a resolver cosas con líneas de código. La simplicidad casi ascética de la vida dedicada al cuidado del código base. A duras penas me siento a hacer pruebas de concepto y revisión de las ideas que pueden terminar en el producto. O de los casos de soporte que la gente de Soporte no logra resolver. O de los bugs que se encuentra uno por ahí.
Añádale un poco de LidiarConMuchachosSinInterés. Y la dosis normal de PelearConGenteQueTienePoder.
Eso sí, mis habilidades para hacer uso de todo Office 365 han aumentado significativamente. Ya tenía cinturón negro en Excel; ahora puedo lidiar con la suite completa y ser dizque-productivo.
No dejo de pensar que preferiría volver a hacer algo simple, algo que me permita trabajar de forma remota todo el tiempo.
enero 16, 2019
enero 15, 2019
Margaret
No han pasado más de una pocas semanas desde que subí a Patios por primera vez en mi bicicleta de todos los días y todavía me sorprende haber podido hacerlo.
Seis kilómetros y medio de un sufrimiento físico y mental que se prolongó por 32 minutos (o algo así, porque no lo puse en Strava para no andar buscando su aprobación). Un reto que salió de una propuesta casual en la oficina, donde alguno del equipo sugirió subir un domingo temprano. La sugerencia rápidamente se convirtió en un plan y así fue como terminé el domingo a las 6:30 esperando gente en el puente Belisario (que de repente pasó a tener el nombre de una persona muerta).
Lo primero que debo decir es que fue otro escenario en el que pude refrescar la idea del colombiano como un ser esnob siempre y en cada escenario de la vida. Es imposible para muchos compartir el gusto y el disfrute de algo sin pordebajear a otros y enrostrarles su inexperiencia. No se pare ahí, no se vaya para allá, no haga esto o aquello. Mil cosas que todos saben y le enrostran al bisoño cuando lo creen conveniente.
Una vez estábamos todos y salimos cuesta arriba, la siguiente tarea fue encontrar el ritmo ideal. No es la bicicleta más liviana y tampoco salgo en la bicicleta más allá de los ires y venires oficiniles (y los desvíos a sitios aledaños cuando es necesario). Así pues, encontrar qué tan rapido podía y debía ir en la subida era la diferencia entre la sensación de tener los muslos en llamas y un ascenso ininterrumpido. No tardé más de un par de curvas en encontrar el ritmo; el siguiente reto era mantenerlo a pesar de todos los que, no sé cómo, iban más lento que yo. Yo iba en el plato lento, en un cambio lento. De alguna forma, había gente que iba más lento que yo.
Una vez encontré el ritmo y me sentí cómodo, lo siguiente fue pensar que podía llegar arriba. Que no faltaba mucho para llegar al segundo kilómetro. Luego estaba el tercero y eso era prácticamente la mitad. Una izquierda, una derecha y llego al repecho. No debo olvidar que después del CAI viene una cuesta dura. Efectivamente, uno llega al CAI y viene una pendiente más pronunciada que prueba la cabeza más que las piernas. El subir y subir, el no dejar de subir una pendiente a pesar de todo lo que se ha pedaleado, es tal vez una de las pruebas más grandes a la paciencia que uno puede tener. No hay más que hacer aparte de seguir subiendo. Ya llegará el repecho prometido, posiblemente en la siguiente curva a la izquierda. O a la derecha. Pasa un señor en su bicicleta y me anima: "vamos, vamos, hay que darle". Y le doy. Voy.
Hay algunos que pasan raudos en sus modernísimas bicicletas y trajes ligeros. La mayoría va a un paso cancino. Ir temprano garantiza que el tráfico de carros es mínimo y es fácil adelantar en doble y triple línea si el ritmo lo permite. Miro el asfalto que se queda atrás bajo la rueda, las líneas que pasan y se mueven al ritmo del pedaleo. Veo la siguiente curva y logro llegar a un puente peatonal, a partir del cual se supone que hay un repecho salvador. Y lo hay. Hago un cambio al fin y logro dar pedalazos más sueltos para aliviar las piernas. Avanzo y veo llegar el marcador del sexto kilómetro. Sólo queda la subida al peaje, un par de curvas, y todo se habrá terminado. Subo con el doble de ahínco y casi creo que podría haber subido más rápido. Descubro aquí, al final del recorrido, que me guardé todo el tiempo para tener la certeza de poder llegar, pero que posiblemente podría haberme esforzado un poco más. La próxima, me digo con confianza.
Llego y me encuentro con el que iba en la bicicleta más moderna del grupo. Me dice que llegó hace poco menos de cinco minutos, lo cual lleva a concluir que me tomó poco más de media hora. Sólo cinco minutos de diferencia con el que iba en su moderna bicicleta en marco de fibra de carbono, ruedas delgadas y pedales de esos que llaman choclos. Y yo, yo sólo iba con Margaret, mi Margaret.
Lo demás llegaron entre diez y quince minutos después. Tomamos un respiro y nos alistamos para bajar. Otro recorrido frío y cansado, esta vez en las manos que frenaban con fuerza aquí y allá. Otro ejercicio de paciencia en el que uno quiere dejar de frenar. Y el frío en el pecho, tanto frío.
Llegamos abajo y nos despedimos, contentos de haber subido. Yo volví raudo a casa para ver un partido de fútbol importante. Todo parecía simple y fácil a comparación. Subía y bajaba calles como si fueran andenes de la ciclorruta; ya había pasado por lo más cansado del día, así que podía ir a toda velocidad por un recorrido que suele ser mucho más cansado. Ese tercer aire llegó lleno de energía y de satisfacción. Como si hubiese bajado de allá con una camiseta nueva que le decía a todos lo bien que lo había hecho. Y bueno, también está el que nunca estuve cansado porque de algo debía servir el ir al gimnasio tres veces a la semana. Había sido doloroso pero nunca me quedé sin aire o sin piernas.
Qué feliz es ir por ahí en mi bicicleta y llegar a nuevos lugares, parce. Y qué feliz es que el cuerpo pueda ir a donde la cabeza sólo imagina llegar.
Seis kilómetros y medio de un sufrimiento físico y mental que se prolongó por 32 minutos (o algo así, porque no lo puse en Strava para no andar buscando su aprobación). Un reto que salió de una propuesta casual en la oficina, donde alguno del equipo sugirió subir un domingo temprano. La sugerencia rápidamente se convirtió en un plan y así fue como terminé el domingo a las 6:30 esperando gente en el puente Belisario (que de repente pasó a tener el nombre de una persona muerta).
Lo primero que debo decir es que fue otro escenario en el que pude refrescar la idea del colombiano como un ser esnob siempre y en cada escenario de la vida. Es imposible para muchos compartir el gusto y el disfrute de algo sin pordebajear a otros y enrostrarles su inexperiencia. No se pare ahí, no se vaya para allá, no haga esto o aquello. Mil cosas que todos saben y le enrostran al bisoño cuando lo creen conveniente.
Una vez estábamos todos y salimos cuesta arriba, la siguiente tarea fue encontrar el ritmo ideal. No es la bicicleta más liviana y tampoco salgo en la bicicleta más allá de los ires y venires oficiniles (y los desvíos a sitios aledaños cuando es necesario). Así pues, encontrar qué tan rapido podía y debía ir en la subida era la diferencia entre la sensación de tener los muslos en llamas y un ascenso ininterrumpido. No tardé más de un par de curvas en encontrar el ritmo; el siguiente reto era mantenerlo a pesar de todos los que, no sé cómo, iban más lento que yo. Yo iba en el plato lento, en un cambio lento. De alguna forma, había gente que iba más lento que yo.
Una vez encontré el ritmo y me sentí cómodo, lo siguiente fue pensar que podía llegar arriba. Que no faltaba mucho para llegar al segundo kilómetro. Luego estaba el tercero y eso era prácticamente la mitad. Una izquierda, una derecha y llego al repecho. No debo olvidar que después del CAI viene una cuesta dura. Efectivamente, uno llega al CAI y viene una pendiente más pronunciada que prueba la cabeza más que las piernas. El subir y subir, el no dejar de subir una pendiente a pesar de todo lo que se ha pedaleado, es tal vez una de las pruebas más grandes a la paciencia que uno puede tener. No hay más que hacer aparte de seguir subiendo. Ya llegará el repecho prometido, posiblemente en la siguiente curva a la izquierda. O a la derecha. Pasa un señor en su bicicleta y me anima: "vamos, vamos, hay que darle". Y le doy. Voy.
Hay algunos que pasan raudos en sus modernísimas bicicletas y trajes ligeros. La mayoría va a un paso cancino. Ir temprano garantiza que el tráfico de carros es mínimo y es fácil adelantar en doble y triple línea si el ritmo lo permite. Miro el asfalto que se queda atrás bajo la rueda, las líneas que pasan y se mueven al ritmo del pedaleo. Veo la siguiente curva y logro llegar a un puente peatonal, a partir del cual se supone que hay un repecho salvador. Y lo hay. Hago un cambio al fin y logro dar pedalazos más sueltos para aliviar las piernas. Avanzo y veo llegar el marcador del sexto kilómetro. Sólo queda la subida al peaje, un par de curvas, y todo se habrá terminado. Subo con el doble de ahínco y casi creo que podría haber subido más rápido. Descubro aquí, al final del recorrido, que me guardé todo el tiempo para tener la certeza de poder llegar, pero que posiblemente podría haberme esforzado un poco más. La próxima, me digo con confianza.
Llego y me encuentro con el que iba en la bicicleta más moderna del grupo. Me dice que llegó hace poco menos de cinco minutos, lo cual lleva a concluir que me tomó poco más de media hora. Sólo cinco minutos de diferencia con el que iba en su moderna bicicleta en marco de fibra de carbono, ruedas delgadas y pedales de esos que llaman choclos. Y yo, yo sólo iba con Margaret, mi Margaret.
Lo demás llegaron entre diez y quince minutos después. Tomamos un respiro y nos alistamos para bajar. Otro recorrido frío y cansado, esta vez en las manos que frenaban con fuerza aquí y allá. Otro ejercicio de paciencia en el que uno quiere dejar de frenar. Y el frío en el pecho, tanto frío.
Llegamos abajo y nos despedimos, contentos de haber subido. Yo volví raudo a casa para ver un partido de fútbol importante. Todo parecía simple y fácil a comparación. Subía y bajaba calles como si fueran andenes de la ciclorruta; ya había pasado por lo más cansado del día, así que podía ir a toda velocidad por un recorrido que suele ser mucho más cansado. Ese tercer aire llegó lleno de energía y de satisfacción. Como si hubiese bajado de allá con una camiseta nueva que le decía a todos lo bien que lo había hecho. Y bueno, también está el que nunca estuve cansado porque de algo debía servir el ir al gimnasio tres veces a la semana. Había sido doloroso pero nunca me quedé sin aire o sin piernas.
Qué feliz es ir por ahí en mi bicicleta y llegar a nuevos lugares, parce. Y qué feliz es que el cuerpo pueda ir a donde la cabeza sólo imagina llegar.
enero 11, 2019
Pattern
¿No les pasa que se quedan mirando las baldosas (azulejos) del baño o la cocina y comienzan a ver patrones en el veteado? A mí me pasa y he encontrado ya dibujos diversos, animales corriendo y escenas propias de una historia de Tolkien.
Es casi como detenerse a ver las nubes pasar, sólo que se puede hacer desde la comodidad del sanitario. Además, depende de cómo haya dispuesto las baldosas el maestro de obra, pues al poner una baldosa rotada ciento ochenta grados, el patrón resultante cambia por completo.
Creo que por eso es que no me gustan los diseños planos y limpios; disfruto encontrar patrones en las cosas aparentemente aleatorias. De pronto todos somos un poco así, sólo que algunos lo disfrutamos de forma consciente, mientras que el resto se queda con la parte automática del asunto. A la larga, todo lo que hacemos al interactuar con el entorno parte de identificar un patrón en medio de ese todo que nos rodea.
No lo he probado con las baldosas de antaño, esas hechas a mano y cocidas con amor, sin recubrimientos brillantes. Al menos con las que no tienen diseños pintados en el centro, tal vez pueda hacerse algo similar.
Dame un patrón y describiré el mundo.
Es casi como detenerse a ver las nubes pasar, sólo que se puede hacer desde la comodidad del sanitario. Además, depende de cómo haya dispuesto las baldosas el maestro de obra, pues al poner una baldosa rotada ciento ochenta grados, el patrón resultante cambia por completo.
Creo que por eso es que no me gustan los diseños planos y limpios; disfruto encontrar patrones en las cosas aparentemente aleatorias. De pronto todos somos un poco así, sólo que algunos lo disfrutamos de forma consciente, mientras que el resto se queda con la parte automática del asunto. A la larga, todo lo que hacemos al interactuar con el entorno parte de identificar un patrón en medio de ese todo que nos rodea.
No lo he probado con las baldosas de antaño, esas hechas a mano y cocidas con amor, sin recubrimientos brillantes. Al menos con las que no tienen diseños pintados en el centro, tal vez pueda hacerse algo similar.
Dame un patrón y describiré el mundo.
enero 07, 2019
Birds
Anoche vi Pájaros de Verano junto a M. Debo decir que me gustó la historia, al igual que el contexto y el final. Algunos rieron en el cine durante los primeros quince minutos y ya después sólo hubo silencio (excepto por el primer muerto, que alguien recibió con un sonoro Ay, maaarica).
Uno de los detalles en los que me dejó pensando fue en la presencia de las pistolas y los revólveres. La pistola junto al chinchorro, la pistola al cinto, la pistola en la mano, la pistola en el carro. Y recordé el hábito más raro que di por normal durante mucho tiempo: mi papá dormía siempre con su revólver bajo la almohada y un machete bajo la cama.
Siempre estuvo esa presencia ahí, las advertencias del no tocar y no mover. Las cajitas con balas por ahí guardadas. Y es recién ahora que me pregunto si uno realmente necesita estar listo para defenderse de... algo. Si algo les causara temor, ¿vivirían igual?
Hay que recordar también que mi papá es un hombre que creció en el campo durante La Violencia. Así pues, nada habría de raro en que siguiera cuidando de sí y de su familia como lo hizo por tanto tiempo. Aún así, mi temor reverencial a las armas y a los machetes perdura hasta hoy. Pocas cosas más destructivas que un machete. No jueguen con machetes, parce, que las historias de dedos colgando de un hilito de piel son numerosas. Es como la uña de un gato, pero cien veces más grande. Como un velocirraptor pero sin dientes.
Uno de los detalles en los que me dejó pensando fue en la presencia de las pistolas y los revólveres. La pistola junto al chinchorro, la pistola al cinto, la pistola en la mano, la pistola en el carro. Y recordé el hábito más raro que di por normal durante mucho tiempo: mi papá dormía siempre con su revólver bajo la almohada y un machete bajo la cama.
Siempre estuvo esa presencia ahí, las advertencias del no tocar y no mover. Las cajitas con balas por ahí guardadas. Y es recién ahora que me pregunto si uno realmente necesita estar listo para defenderse de... algo. Si algo les causara temor, ¿vivirían igual?
Hay que recordar también que mi papá es un hombre que creció en el campo durante La Violencia. Así pues, nada habría de raro en que siguiera cuidando de sí y de su familia como lo hizo por tanto tiempo. Aún así, mi temor reverencial a las armas y a los machetes perdura hasta hoy. Pocas cosas más destructivas que un machete. No jueguen con machetes, parce, que las historias de dedos colgando de un hilito de piel son numerosas. Es como la uña de un gato, pero cien veces más grande. Como un velocirraptor pero sin dientes.
enero 05, 2019
Traveller
Las fiestas de fin de año que acaban de pasar me enseñaron lo mucho que cambia todo según donde uno viva. De acuerdo al espacio que uno habite.
Siempre he vivido en un apartamento, en la ciudad. En medio del altiplano, acá arriba en la cordillera. Las fiestas son tranquilas, de cenar en familia y escuchar la música de diciembre. Este año me correspondió pasar el año nuevo en la casa de M. y su familia y hubo ajiaco como siempre tuve, pero esta vez le añadí la rutina de salir a saludar. La gente en casas sale a saludar a los vecinos.
¿No les parece muy raro? Se entiende que uno ve a menudo a los vecinos pero, al menos en los edificios de apartamentos, uno rara vez sale a saludar vecinos del piso o de otros pisos. ¿Qué es lo que cambia de un edificio a una casas para que la gente aplace la cena de año nuevo un rato y elija salir a saludar a doña Pepita o a los Ramírez que viven en frente?
Sea lo que fuere, salimos a saludar a unos y otros. Mientras tanto, vimos pasar a los que salen arrastrando alguna maleta y todos les desean Feliz viaje. Me imagino que antes era más incómodo, cuando las maletas no tenían ruedas. Las personas que no me conocían igual me deseaban muchas cosas bonitas y felices.
¿Será que vivir en una casa hace a la gente más amable? ¿O será que no hay correlación?
Siempre he vivido en un apartamento, en la ciudad. En medio del altiplano, acá arriba en la cordillera. Las fiestas son tranquilas, de cenar en familia y escuchar la música de diciembre. Este año me correspondió pasar el año nuevo en la casa de M. y su familia y hubo ajiaco como siempre tuve, pero esta vez le añadí la rutina de salir a saludar. La gente en casas sale a saludar a los vecinos.
¿No les parece muy raro? Se entiende que uno ve a menudo a los vecinos pero, al menos en los edificios de apartamentos, uno rara vez sale a saludar vecinos del piso o de otros pisos. ¿Qué es lo que cambia de un edificio a una casas para que la gente aplace la cena de año nuevo un rato y elija salir a saludar a doña Pepita o a los Ramírez que viven en frente?
Sea lo que fuere, salimos a saludar a unos y otros. Mientras tanto, vimos pasar a los que salen arrastrando alguna maleta y todos les desean Feliz viaje. Me imagino que antes era más incómodo, cuando las maletas no tenían ruedas. Las personas que no me conocían igual me deseaban muchas cosas bonitas y felices.
¿Será que vivir en una casa hace a la gente más amable? ¿O será que no hay correlación?
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