septiembre 11, 2015

Ladera

Jugando con el agua

Desde que entré a mi colegio, siempre nos hablaban de las personas en el barrio La Paz a las que podíamos ayudar. De lo afortunados que somos y lo poco afortunados que eran ellos. Del deber cristiano.

El barrio La paz es un enclave en las laderas de los cerros frente a la Escuela de Artillería, en el sur lejano, cerca a la cárcel La Picota. Vecino de Palermo sur y no muy lejano del lugar al que iban a morir las rutas de bus Directo Caracas. La primera vez que fui había un largo trecho subiendo por la ladera en el que no había casas. El camino pasaba entre matorrales y discurría junto a una quebrada profunda que devino desagüe para quienes se acomodaban más arriba. El colegio había armado allí una casa de dos pisos en la que procuraba ofrecer un par de cursos de primaria al año y servicios médicos básicos.

Con el tiempo se hizo habitual enviar cosas y hacer las cosas pensando en aquellos desconocidos que vivían allá. Libros de texto, útiles y todo aquello que pudiese servir a quien poco y nada tenía. De cualquier forma, ese lugar y las personas que lo habitaban sólo se hicieron reales cuando hicimos algo real para acercarnos.
Un requisito que tiene todo estudiante de secundaria es pasar por el rito del servicio social. Horas y horas de alfabetización o de algún otro servicio a la comunidad. Para nosotros el colegio disponía de dos opciones: cuidar ancianos solitarios en un ancianato o guiar niños del barrio La Paz.
Mientras cursaba décimo grado fui varias veces a compartir tiempo con una niña para la que serviría de padrino, Florángela. Con ella compartiría las ideas claves del autocuidado (cepillarse los dientes, hacer ejercicio, esas cosas), lo bueno que es convivir con los demás y lo importante que era cultivar algunos valores de los que se promueven normalmente en un colegio católico. Si uno fuese un poco más sabio, seguro aprovecharía esa oportunidad única para aportar mucho más.

Cuando salíamos todos a jugar con los niños (en algún terraplen que hacía de parque), veía que varios de mis compañeros se veían superados por estos niños llenos de energía y también faltos de solemnidad para con personas mayores/desconocidas. Supongo que tuve suerte porque Florángela era muy curiosa y preguntaba muchas cosas pero no tenía necesidad de retar una autoridad casi inexistente -e igual, poco ejercida por alguno de nosotros-.

También pude visitar la casa de Florángela y conocer a las personas con las que vivía. Era un primer piso en una casa de dos niveles, de pasillos estrechos y arrumes de cosas junto a la escalera y en las esquinas de las habitaciones. La mamá de Florángela, igual que muchos otros vecinos del barrio, mostraba siempre gratitud y respeto por los muchachos del colegio que cada año iban a ayudar con la educación de los niños. Podías ir por cualquier calle del barrio y nadie te molestaría.
A estas alturas, el barrio La Paz ya discurría desde muy arriba en el cerro hasta pasando aquella quebrada, conectado con un barrio mucho más elaborado y vistoso llamado Danubio Azul. Una calle principal con almacenes, casas más altas y con más cosas en su interior. Carros estacionados en las calles. Camionetas de la Policía haciendo rondas (porque hay una cárcel cerca, recordemos).

*

Recuerdo que nos despedimos de los ahijados y dimos por terminado nuestro trabajo. Al año siguiente nos dijeron que iríamos una vez más para guiar -como estudiantes de último año- a los chicos de décimo grado, una breve inducción en el entorno y las tareas que se hacían. Fuimos un día entre semana, después de mediodía. Primer error de una serie de errores porque siempre habíamos ido los sábados en la mañana. Llegamos y los guiamos en la llegada a la sede del colegio, las rutas de transporte y el trabajo hecho. Comenzamos a recorrer el barrio y en una esquina cualquiera nos encontramos con un grupo de siete a diez muchachos, la mayoría entre quince y veinte años. Nosotros éramos más de cincuenta. Ellos nos miraron y se miraban entre sí. De repente, avanzaron y sin mediar palabra agarraron a uno de los muchachos de décimo, de piés y manos, sacudiéndolo en lo que normalmente llamamos hacer la sábana. Más de cincuenta adolescentes viendo que diez venían a hacer lo que se les antojaba con uno de ellos.

Lo que sigue es una secuencia incomprensible de eventos. Algunos de los cincuenta halando al infortunado que hacía de sábana para recuperarlo, otros a empellones para que quienes halaban tuvieran espacio, discusiones que se hicieron insultos hasta que alguien, el muchacho de mi curso que casualmente practicaba aikido, sacó del bolsillo el spray de pimienta que cargaba y se lo vació en la cara al que parecía ser el mayor de ellos. Un grito de dolor que desconcertó a los que zarandeaban y a los que empujaban, tras lo cual todos emprendieron la huída (incluyendo el recién liberado). Recuerdo que el desorden me impidió seguir la retirada general rápidamente, así que primero me agaché para evitar las piedras que lanzaban y luego volví al grupo, halando en el camino a un par que pretendían enfrentarse a los ahora enojados muchachos. Fuimos colina abajo sin fijarnos en los alrededores hasta llegar a la sede del colegio. Cincuenta muchachos llenos de adrenalina hablando de todo lo que acababa de pasar.

Lo que no esperaban es que los muchachos del barrio se escurrieran por callejones entre las casas y salieran de repente a desquitarse. Uno de ellos hizo un lance con un puñal al estudiante de aikido que, posiblemente por su entrenamiento, lo esquivó instintivamente. Atinó a correr loma abajo hacia el barrio Danubio azul y todos, estudiantes y vecinos del barrio, lo seguíamos por motivos diferentes. El perseguido encontró una puerta de casa abierta y se metió a empellones. Cuarenta y nueve resguardábamos la puerta, el dueño se quejaba por estar en un problema ajeno -parecía saber que estaba frente a gente problemática- y los muchachos del barrio amenazaban abrirse paso hacia la casa con cuchillos y un revólver. Nada se movía, nadie se movía. Una tensa quietud.

Alguien logró traer una patrulla de la policía que perezosamente llegó a escoltarnos fuera del barrio. Sacamos escondido al perseguido y lo metimos al bus. Nos retiramos mientras más piedras caían. Extrañamente no apedrearon el bus. El profesor de sociales apenas atinó a decir que eran unos malparidos.

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Todo esto porque Javier preguntaba el otro día si alguna vez nos habían amenazado con un arma de fuego.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Andrés, me gustó mucho esta entrada. Muy bien contada y mientras leí, nunca perdí el interés de saber en que acabaría esta historia.

Alfabravo dijo...

¡Gracias, Carolina! De veras me alegra que esta entrada haya gustado tanto. Es un recuerdo vívido con tantos detalles y cosas, fue natural sentarse a contarlo por escrito.

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