La experiencia de ir a un concierto se ha convertido, sin buscarlo, en una suerte de realidad aumentada accidental. Estás viendo al escenario, que ya tiene dos enormes pantallas a los costados, y de repente te encuentras con una miríada de pequeñas pantallas, cada una interesada en una cosa diferente. Cada una enfocando y registrando un detalle ligeramente diferente, casi como si estuvieras viendo qué pasa por la cabeza de cada uno de sus dueños.
Como si vieras, en simultáneo, todas las cuentas de TikTok e Instagram, al mismo tiempo. Casi que puedes llegar a imaginar loque cada persona dice, se dice, les dice, mientras mira a la pantallita para grabar bien y deja de mirar el mundo real en el proceso.
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