agosto 13, 2020

Preescolar

Por los recuerdos que conservo, creo que fui un niño muy tímido, curioso y querido por sus compañeritos de preescolar. Recuerdo las pocas veces que me castigaron por hacer cosas como saltar desde un pupitre y dejar la suela de mi zapato impresa en el tablero de tiza. Pasé un par de horas con un curso anterior (uno o dos años menores que yo) recortando y dibujando para que otra profesora pudiese mantenerme vigilado. También recuerdo una mañana en la que la ruta escolar nos llevó por entre calles llenas de policías, calles en las que discurría el agua de hidrantes rotos y una larga sesión de cantar canciones en el auditorio (porque nos tenían a todos en el mismo lugar); fue la mañana en la que le pusieron una bomba al paso del director de la agencia de inteligencia.

Fue el lugar en el que aprendí un montón de habilidades básicas para el resto de la vida, incluyendo el hablar y llegar a acuerdos con otros seres humanos. El no odiar a la gente por provenir de lugares lejanos (lo digo por el venezolano que me hizo zancadilla en el patio y me hizo aterrizar de cabeza contra un muro; mis primeros cuatro puntos en la cabeza se los debo a aquel amable sujeto).

En general, siempre hay un antes y un después de la educación preescolar. Ni siquiera es una transmisión cultural como en la educación primaria o secundaria, sino que se reciben un montón de herramientas que lo habilitan a uno para vivir en el mundo, expresar sus ideas y emociones, convivir con otros y aprender a resolver problemas o seguir instrucciones.

No sé ustedes pero yo termino repasando todos esos recuerdos un ratico mientras leo cosas como ésta, en la que se hace visible lo precario y endeble de la educación en la primera infancia. La cobertura de los servicios públicos es mínima, normalmente enfocada en la población más vulnerable (donde los padres trabajan y no hay con qué pagar un jardín escolar privado).

De la población entre 0 a 6 años que recibe una educación inicial en Colombia, el 83 % es atendida en jardines privados.

La regulación a esta actividad está definida, hay licenciaturas enfocadas en los profesores que atienden estos jardines infantiles (nuestros kindergarden), hay regulación al transporte de sus estudiantes a la par con los colegios (cosa inútil ahora), y requieren tener planta física para tener el permiso de funcionamiento (algo obvio hace ocho meses), pero ese costo fijo de arrendar casas y pagar facturas es ahora un lastre que no encaja en las nuevas rutinas de sesiones virtuales.

Hoy, que continúan virtualmente solo la mitad de los niños, lo que más le preocupa es que al perder la sede [física] pierda también su licencia de funcionamiento como dicta la ley.

Así, mientras todos discuten sobre la tal alternancia en las clases, el espacio para la primera construcción de los humanos como seres sociales (para hacerse gente, dirían los abuelos) pareciera estar en riesgo de desaparecer para la inmensa mayoría. Un montón de profesorado de preescolar sin empleo y un montón de niños aprendiendo en sus casas, de sus familias, de los abuelos o de la TV.

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