mayo 16, 2018

Pothole

Si le preguntan a cualquiera por ahí, es muy probable que les digan que Bogotá se ve más lenta desde el interior de un automóvil mientras llueve. Esa Bogotá gris, fría y húmeda, llena de charcos y adoquines flojos que juegan a ser silenciosas trampas de agua. Esa misma, sí.

Bogotá se hace más lenta y podrían decir que su andar se hace cansino. Es más difícil conseguir un taxi libre, es más probable que el bus esté lleno de gente con el pelo mojado y las medias empapadas. Los atascos son más largos y se hacen insoportables por el frío. Las ventanas salpicadas de gotas y cubiertas por el vaho salido de las tripas de todos. Los semáforos a veces se mueren y resucitan a las tres horas, siempre en amarillo intermitente.

Sin embargo, la dinámica de la ciudad cambia cuando uno la ve mientras va en bicicleta. Hay menos peatones, sí, pero los que hay van más descuidados por ahí. A veces por el afán, a veces porque la lluvia estimula los sentidos y los saca a todos de sus rutinas para ponerlos a pensar en las cosas importantes, en los sueños o en las añoranzas. Caminan o corren, buscan cambiar su situación actual porque van hacia alguna parte. La gente se cuida aún menos de respetar las normas de tránsito, los giros prohibidos son comunes y los choques proliferan por ese mismo descuido. Como si se sintieran al amparo de un manto gris de impunidad, bajo el cual todo vale porque todos nos queremos salir de debajo del agua.

Las vías para bicicletas se llenan de pequeñas pocetas, charcos que no reflejan luz alguna y sólo le dan un brillo indefinido al piso, de un gris más claro en medio del gris oscuro y el negro. Acá no son azules ni verdes salvo en pequeños tramos, así que no hay mucho color alrededor para mirar. Es este hábito reciente de ir y venir en la bicicleta el que ha traído color; las chaquetas y las luces, las ruedas fluorescentes y los tragaluces, los chalecos reflectivos y los modernos sistemas LED en los radios de las ruedas que van pintando figuras mientras giran.

Cada vez disfruto más el ir bajo la lluvia porque me exige pensar en el mínimo necesario. Como con las líneas de código, pero centrado en el cuerpo y en la carga que me pongo en las piernas. He ido simplificando todo el atavío hasta llegar a la versión de ayer, en la que iba con mi moderna chaqueta, una pantaloneta de fútbol y unos zapatos simples de verano europeo a tres euros que se secan en una noche. Es casi como si estuviese compensando los años de infancia en los que no salí a empaparme y ahora lo hago a placer, sin tareas que me esperen a la vuelta (aparte de mimar a los gatos) ni reproches porque me puedo resfriar (que tampoco va a pasar porque no me mojo el pecho ni la espalda).

Cada charco grande es un acto de fe en el que sujeto el manubrio con la firmeza justa, confiando en mi conocimiento de los baches y zanjas del camino e igual esperando lo inesperado. Siempre alerta, siempre desconfiado. Es la hora que no sé si es buena idea el usar gafas para no tener que entrecerrar los ojos por el agua.

La señal más clara de mi disfrute es el verme yendo a la misma velocidad (o más rápido) que el tráfico de la calle junto a la que voy. Me recuerda los últimos días del colegio, en los que competía con el bus en el que iba un amigo por la calle 45 y al que solía ganarle porque corría lo suficientemente rápido como para encontrar los semáforos en verde y dejar al bus detrás de alguna fila lenta de bogotanos enlatados.

No hay comentarios.:

Lo más fresco

Ranthought - 20241121

En el mismo sentido del otro post , hoy me cruzo con otra idea relacionada. Hace quince años, todos editábamos archivos de texto, creados co...