marzo 11, 2015

Yokohama

Era un lunes calmado. En la mañana me tomé un café con un amigo. Nos sentamos a divagar, a pensar en cosas que hacer. Hay muchas cosas por hacer. Siempre hay cosas por hacer. El café estaba bueno y la mañana estaba fría. Garabatos en el papel, ideas representadas con dibujitos simples.

Él pagó el café como siempre. Caminé un rato antes de tomar un bus camino a casa. Llegué y ya sabía que quería irme. Desaparecer.

Dejé una nota diciendo que volvería tarde. Empaqué mi cámara, un par de lentes y bajé al garaje. Guardé todo en el baúl, encendí el radio y sólo dejé que sonaran canciones guardadas en la diminuta memoria micro ese de que le había puesto el mes pasado. Revisé que tuviese suficiente dinero para pagar un peaje y salí hacia el norte, sin saber bien a dónde quería llegar. Sólo sabía que quería salir y para eso no siempre se necesita llegar a alguna parte. O al menos eso me gusta creer para disfrutar un poco más del camino.

Paré en un centro comercial a poco menos de media hora de distancia. Compré una botella de agua y la guardé en el morral. Retiré algo del poco dinero que me quedaba y con eso compré algo de comer. Un burrito jugoso y una limonada fría. Comí lentamente mientras miraba a los que estaban ahí a esa hora. Porque era lunes y para mí era raro que tanta gente estuviese allí en vez de estar en su casa, finalmente aquello sigue siendo un pueblo y nada más. Un pueblo con mucho dinero circulando y muchas ganas de comer-helados-cenar-pizza-ir-a-cine-darse-besos en un centro comercial.

Terminé mi burrito y volví a la carretera. Pensé en buscar un lugar oscuro, más al norte. Sin embargo, tomé un retorno y algún rincón de la memoria me llevó al otro extremo del pueblo y de ahí a una vereda cercana al cerro. Un camino adoquinado que desembocaba en una hilera de casas, luego un semáforo muy lento, después un puente y de ahí un trecho que daba a una intersección.
El corazón de aquella vereda era esa intersección. Una panadería, un asadero de pollos, un par de tiendas en las que se encuentra cualquier cosa y un expendio de cerveza con corridos y música popular. A la izquierda, nada. Hacia adelante sólo oscuridad mermada por las luces de algunas casas. A la derecha, lo que sea que mi cabeza andaba buscando.

A la derecha fui y avancé con cautela. Como dándole tiempo al gusano en el hipotálamo para decidir cuál era el recuerdo que estaba rumiando y le gustaba saborear. Algunas curvas en este único camino y luego una alerta de la memoria. Debía dar marcha atrás y revisar de nuevo. Desandé parte del recorrido y giré a la derecha en un sendero estrecho junto a una antena que daba cuenta de su existencia sólo por las luces rojas parpadeantes que lucía como tiara. Avancé lento, oyendo con atención a los grillos y al cascajo quejándose bajo las ruedas del carro. Tras un leve giro a la derecha, vi adelante una entrada consagrada a Jesús y de nuevo la memoria rezongó. Reversa lenta en este carro nuevo y ancho, piedras quejándose de nuevo por el peso que les caía encima y media vuelta. Justo ahí entendí qué estaba buscando.

Había ido allí por primera (y última vez) hacía ocho años. Los recuerdos eran de día y con ese portón abierto. Un jardín amplio que alojaba arrumes de arcilla en un rincón y depósitos en otro. Al frente, una casa blanca de dos pisos con rebordes azules o verdes. La puerta abierta en el día, una mujer amable que aquella vez me indicó que mi destino era ese jardín al otro lado del sendero.

Miré al cielo, miré mis manos y miré al vacío. Un gato se acercó y conversamos un poco. Cuando se fue, decidí salir de allí y sólo ahí encontré un destino.

Volví a la intersección, el repecho, el puente, el semáforo, la hilera de casas y el camino adoquinado. Crucé de nuevo el pueblo y llegué a la carretera para seguir hacia el norte. Ya cerca de la medianoche, anduve entre camiones vacíos y cargados hasta un punto, solo el resto del camino. Era lunes y nadie viajaba a esa hora. Aceleré, pisé a fondo el pedal y fuimos tan rápido como nos fue posible. Pronto llegué a un lugar que conocía de toda la vida.
Después de pasar un puente, en una complicada intersección que antes era sólo un pequeño desvío, siempre ha estado la misma tienda de carretera. La recuerdo con toldos amarillos y puertas color marrón. Llena de cerveza, gaseosas, dulces y otros tentempiés colgando del techo. Rosquillas, papas fritas y otros tantos. Parada regular de quienes se disponen a adentrarse en aquella variante del camino, fue el lugar que elegí para escribir algún correo e ignorar los mensajes que llegaban.

Una gaseosa y un paquete de papas más tarde volvi al carro y a la carretera. Los primeros kilómetros discurren junto a una represa que, siendo casi las once de la noche, se convierten en un recorrido fantasmal lleno de neblina, árboles foráneos y sombras de las montañas desnudas alrededor. Era un lugar perfecto para tomar fotografías pero en ese momento prefería conducir por allí, avanzar con las luces para niebla. Apareció un pequeño carro al que alcancé y adelanté sin esfuerzo a pesar del camino sinuoso. Pasé junto a los balnearios y a los termales. La mina de carbón, la escuela de una vereda, la zona de derrumbes, la zona donde el camino solía hundirse. Recordaba cada curva «by heart», como el piloto en su pista favorita. Fueron veinte o treinta kilómetros a pleno en cada curva y cada repecho.

Encontré el lugar que buscaba, lo vi a dos curvas de distancia y reduje la marcha. Apagué el radio y pasé de la caja secuencial Tiptronic a la caja automática. Me sequé el sudor de la frente y puse las luces de parqueo mientras me detenía en una berma junto al camino. Apagué el motor y las luces, dejé todo adentro (menos la llave electrónica con comando de radiofrecuencia) y caminé un poco. Recordaba muy bien aquel lugar porque en esa tienda junto a la carretera había pasado muchos días, muchos años. Lo que no recordaba era ese portón blanquecino que brillaba a la luz de la luna -oculta tras las nubes- y que resguardaba una hilera de casas igualmente blancas que habían puesto unos metros más abajo. A mi tienda junto a la carretera ahora la rodeaba un conjunto residencial de esos que ahora ofrecen para salir de la ciudad y veranear.

Tras dejar atrás la sorpresa de aquella intrusión a la memoria, volví frente a la tienda, cerrada y silenciosa en sus dos pisos, miré desde abajo el balcón de madera por el que deambulé tantas veces y decidí sentarme allí un rato. Busqué el enorme tronco junto a la entrada y, sin hacer mucho ruido, me senté allí. Había llegado y no sabía para qué, así que me limité a sentarme sin pensar en nada más que lo que allí estaba. El carro nuevo bajo la luna -que seguía tras las nubes-, los perros ladrándose a la distancia, uno que otro camión subiendo o bajando, el silencio y el olor único de ese lugar. Temía que alguien en la tienda se despertara y me preguntase qué hacía allí a esa hora, pero luego recordé que posiblemente yo tenía más derecho que cualquiera de sus actuales ocupantes a estar justo ahí.

No soy una persona de rituales desde que abandoné la religión de mis padres hace ya unos quince años. Aún así, allí me quedé casi que meditando, revisando mis pasos, recorriéndolos y desandándolos, viendo que de alguna forma había desandado la vida para llegar allí, al escenario de la infancia más lejana. Era allí donde me sentía de nuevo seguro, parado sobre terreno firme. Una hora después miré al cielo y el eclipse de luna teñía todo de rojo tras el interminable e inamovible velo de nubes. Me resigné a no tomar fotos esa noche, volví a la vida y decidí volver a casa. A ratos con calma, otros trechos a toda velocidad, nunca tan rápido como en el viaje de ida. Llovió en los últimos treinta kilómetros y comprobé que los modernísimos neumáticos Yokohama S-Drive ofrecían un agarre excepcional a cualquier velocidad en terrenos secos y mojados por igual.

Llegué a casa, desempaqué la cámara y me acosté, agotado, esperando que llegara la mañana para seguir vivo.

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