Llego a la parada donde me espera el bus. Un señor que se parece al negro-que-se-muere-primero-en-todas-las-películas me pregunta a qué estación de destino voy. Confirma que este es el bus correcto y me señala dónde debo dejar mi maleta.
Voy en el bus. En un asiento cerca a la mitad, junto a la ventana. Como no tengo compañero de silla, el asiento del pasillo también está disponible para mí. Primero pruebo sentarme mirando hacia la ventana, estirándome tanto como puedo sobre los dos asientos y recostando la nuca sobre el apoyacabezas. Ahí aprovecho para ver el amanecer a través del cielo nublado, grisáceo. Veo pasar campos verdes y marrones, árboles desnudos y, tras una media hora, un arco de fútbol en medio de la nada. -¡Al fin civilización! (Lo digo montado en un bus a toda velocidad, por una moderna autopista).
Llueve y eso sólo le añade gotas y salpicaduras al recorrido. Camiones que dicen llevar comida, ninguno llevando gallinas como los había visto en otra vida. Unos pocos automóviles, todos con uno o dos pasajeros. Ninguna familia viaja tan temprano.
Luego de un rato viendo pasar el mundo, cambio de posición. Es decir, me siento igual pero mirando hacia el pasillo del bus. Veo que en las sillas del otro lado del pasillo viaja una muchacha que parece haber hecho el mismo trayecto antes. Tendrá tal vez unos treinta, treinta y cinco años cuando mucho. Se arropa con una cobija delgada y está recostada en la misma posición que yo; cambia luego para mirar hacia la ventana (y se revisa constantemente para que el pantalón no deje al descubierto su ropa interior).
Me duermo.
Al rato abro los ojos de nuevo. Instintivamente miro hacia atrás, por la ventana, encontrando a lo lejos una torre horrenda que me da idea de dónde estoy. Me tranquilizo porque sé que aún quedan al menos quince minutos de viaje. Miro al otro lado del pasillo. Ella me sonríe como pensando que me despertó con sólo pensarlo y ya no tiene que hablarme. O que tal vez perdió su oportunidad. Ya entramos a la ciudad y pasamos entre altos edificios y viejas iglesias. Ella guarda su cobija, se prepara y se arregla el cuello de la blusa, lo que me da a entender que nos acercamos al final del viaje. Sigo su ejemplo y justo cuando me termino de anudar la bufanda, el conductor anuncia que hemos llegado a destino. Ella se baja primero y se va. Yo me bajo y busco un café caliente. Encuentro un puesto junto a la estación, atendido por italianos. Veo a obreros luchar con el clima para mantener en pie un cartel que anuncia su presencia allí.
La llovizna me cae de frente en la cara. Busco refugio en la estación. Termino el café.
*
Me despierto, abro los ojos y recuerdo de nuevo lo lejos que estoy de ser cualquier cosa que hubiese querido llegar a ser. Soy un vacío, esa espera mientras sientes caer la primera gota de café a través de la rendija de la tapa (en esos vasos que ofrecen hoy, tan útiles para quienes van de paso).
mayo 30, 2013
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