El frente occidental finalmente se había estancado. Tras dos semanas avanzando a un ritmo constante de seis millas por día, parece que los invasores habían encontrado el equilibrio. Era de noche, una noche más de verano como las que había visto en Holanda y Bélgica los dos últimos años por esa misma época. Reconocía lo que era casi el mismo cielo, los mismos movimientos, así su maestro le hubiera dicho alguna vez que nada era exactamente igual a lo que ya había sucedido antes.
El pelotón a su mando marchó hasta que se encontró con una explanada soleada, cubierta por una arboleda al este y poblada de edificaciones que se extendían hacia el oeste en donde podía adivinarse, a lo lejos, el Adriático que traería consigo abastecimientos si se lograba asegurar este montañoso territorio.
Cuando el mariscal llamó a sus subordinados con la palabra Briefing, que ya todos entendían como una orden de acudir a su llamado, sólo les dijo que debían llegar a Arcadia en un mes. Aun cuando Et in Arcadia ego sum nos dice la muerte, debemos empujar al invasor hacia el mar, donde la flota inglesa lo espera, como vengando con quien pudiera la retirada de Dunkirk, sufrida muchas décadas antes. Para ello, el frente occidental atacaba desde Marsella y Montpellier, mientras desde el oriente, los rusos y ucranianos no se atrincheraban esperando el invierno, como suelen hacer. "El general de más alto rango es el Gral. Invierno" te dicen. Es mejor obedecerlo... y sin embargo el sol de 20 horas al día parecía impulsarlos hacia el sur y el oeste.
El hecho es que habíamos llegado hasta aquí, aún a varias semanas de nuestro destino, esperando que los polacos cerraran el acceso a Armenia y Georgia, pues desde allí podrían desplazarse hacia el Índico, lejos de nuestras balas. No reconocía nada de lo que veía y sólo esperaba ver siempre un uniforme verde para saber que no estaba solo en este lugar.
Llegamos hasta una pequeña plaza, donde nos detendríamos esta noche y dormiríamos en los edificios que la rodeaban. Entre los pocos árboles que aún se mantenían de pie, se proyectaba la sombra de un guerrero, pero su casco y la espada que asía paralela a su antebrazo lo hacían irreal, ajeno a esta época de ingeniería, balas infalibles y bombas inteligentes. Años después, alguien me diría que esa era la sombra de Skenderbeg, un héroe nacional en esa tierra que, supusimos, estábamos liberando de un yugo sangriento tal como él lo hizo.
Después de darle a Gerrard y a Johnson suficientes cigarrillos para la guardia de esa noche, logré dormir unas cuantas horas, ansioso por ver qué encontraríamos al cruzar el Shkumbi. Seguramente sería algo más animado que lo ofrecido por esos bastardos sobre el Drin. Al amanecer, pude reconocer lo que en los mapas aparecía como Tirana. Realmente a nadie le interesaría venir aquí de vacaciones, aunque los cafés abrieran de nuevo y los niños reaparecieran en los parques. Es demasiado simple para un turista, aunque un nómada seguro disfrutaría recorrer sus calles.
Por allí habían pasado ya los turcos, austríacos, italianos, alemanes y rusos. No veía la diferencia de todos aquellos con quienes estábamos expulsando esta vez. Pero seguramente para los habitantes que resistían en sus sótanos, esta era una oportunidad más para mostrar que no pertenecían a nadie más, de la misma forma que no habían pertenecido a los que intentaron subyugarlos antes.
Una mezquita, edificios de varios siglos de antigüedad... qué extraño era verlos aún en pie, a pesar de la guerra que veían pasar a su lado. Podría habituarme a vivir en esta ciudad, lejos de la guerra, si lograba sacarla de aquí... sentía que me había acostumbrado a este lugar aunque sólo llevaba 28 horas en Tirana. Esperaba salir de aquí, hacia el sur, pero al mismo tiempo quisiera dejar que todo siguiera su curso (el que yo esperaba, hacia el fin de la guerra o el fin del mundo, lo que sucediera primero) y quedarme en este letargo, en este eterno domingo que parecía vivirse en los veranos de Albania.
El mariscal informó a todos que nos asentaríamos por 3 días en este lugar para reacomodar las líneas de suministros que ya se habían alargado más de lo necesario. Así, supe que podría soñar con unas calles sin muertos, por tres días más.
Jugaba cartas con Tom hasta el atardecer, mientras esperaba mi turno para hacer guardia. Fui hasta el extremo suroriental de la ciudad, a las barricadas que se levantaron en el camnio a Lanabregas. Tras una noche calmada, despejada como la anterior, simplemente me recosté contra un árbol y dormí, esperando estar de nuevo allí a la mañana siguiente, carente de esperanza como lo estaba desde que vi morir a mis amigos en la Ardenas hacía un tiempo, libre de tristeza para morir sin nostalgia por un pasado que ya no recuerdo.
Al despertar, el sol entra por la ventana de mi habitación. Qué fácil es convertir nuestra existencia en un inmenso océano de gelatina donde nada sucede; qué fácil es habituarse a lo inalterable y hacerlo parte de uno mismo. Y sin embargo, es miércoles y me esperan en la universidad para terminar el trabajo que comenzamos a construir ayer en la mañana. Siempre supe que esas imágenes eran sólo un sueño, pero tal vez estaba deseándolo lo suficiente, y así lo que era sueño podría hacerse realidad, como lo declaraba Bretón con firmeza.
Soñé con ir a la guerra y encontrar un lugar en donde me gustaría vivir, lejos de lo habitual. Pero llegué extrañamente, mientras dormía, a la conclusión de que siempre tendemos a vivir entre hábitos que nos ayudan a sentirnos más seguros, más alejados de la muerte y del dolor. Hay un poco de autocompasión en todos... hasta que la guerra nos toca y pasamos a no dar valor alguno a nuestra vida.
Respuesta a la propuesta de Engel, "Alfabravo se despierta un dia perdido en una calle de Tirana (Shiperia) y sólo sabe que al otro dia despertará en su casa... como si nada hubiese pasado, recordando sólo ese día, en Albania". El lector se ha hecho tirano, finalmente.