junio 28, 2019

Bogotá

¿Qué tan peculiar es vivir en Bogotá?

Pues bien, todo comienza con el clima. Agreste y hostil, con días soleados inclementes y días fríos que calan muy profundo. Lloviznas pertinaces y lluvias que parecen estar a punto de borrarle el color a todo (a veces pareciese que lo logran, al fin).

Luego sigue el lugar como tal. Demanda usar bloqueador solar todos los días (aunque eso se compense con el ahorro que trae el que el agua hierva más rápido, supongo). Es un lugar contaminado porque hacemos de todo: vivir, trabajar, producir. Convivimos con plantas, fábricas de todo tipo, mientras junto a los cerros las grandes empresas mantienen sus edificios llenos de gente con corbata o vestida de casual formal. Todos viajando al mismo tiempo y en la misma dirección, lo que garantiza atascos invivibles como parte de la rutina.

Después va la rutina. Los buses llenos que nunca dan abasto. Los buses viejos que huelen más a humo por dentro que por fuera. Las calles sucias, siempre llenas de basura en los rincones. Las filas para todo, en todas partes. La obsesión por hacer fila y, al mismo tiempo, por saltársela. Es por eso que no importa el medio de locomoción, siempre habrá alguien yendo en contravía para saltarse la fila, hablando con el subgerente o con el administrador del lugar, saltando torniquetes para evitarla. La fila como medio, como fin y como excusa. Y cuando la fila no puede evitarse, siempre quedan los codazos y los empujones. Las mujeres mayores, siempre más bajas, con el bolso en la mano y moviendo sus piernas cortitas para pasar raudas, empujando a todos con los hombros y buscando saltarse la fila; detenerlas es disponerse a recibir un hijueputazo.

En medio de todo está el mal trato. Y el buen trato. Ayer, por ejemplo, un chico quería venderme un embellecimiento para mis tenis. Lo ofrecía con un líquido oscuro en un envase, que se apuraba por ponerle a mis zapatos. Cuando le dije que no y casi que trotó para lograr ponerme algo de su embellecedor, le volví a decir que no y cambió su aproximación para insultarme y pechearme, como si de repente estuviéramos jugando fútbol y discutiéramos por una falta. Sólo que, como estamos en Bogotá, no sabemos si esta pelea en particular termine con un chuzo en la mano de alguien, posiblemente entrando violentamente en alguien. Antier murió alguien que no le dio una moneda a otro alguien, discutieron y el alguien que pedía chuzó al que no dió.

Y eso es lo común: que la interacción entre las personas pase por la violencia más básica y sólo hasta que alguno es más parado, intimida más al otro o sale corriendo, el acto violento no se detiene. Es ahí donde toda esa gente famosa peca por ingenua, porque siempre salen en la televisión diciendo que lo que necesitamos es educación, pero su privilegio o su ingenuidad les impide ver que la cosa es de la calle, cultural, cotidiana. Cuestión de la desigualdad, fuente de toda la mierda cotidiana. Es la desigualdad la que genera rencor y envidia. Es la desigualdad la que pone a un montón de gente a pelearse por migajas porque no hay más y no hay esperanza de recibir las cosas por otro camino. El man de ayer no habría respondido con violencia al sentirse intimidado o cuestionado por mi negativa si no creyese que con eso se reforzaría lo desigual de todo esto, lo jodido que él esta comparado con los que trabajamos en esa zona. Pues esa es la vuelta: la vulnerabilidad acá está prohibida porque implica el siempre salir perdiendo, y eso bien puede terminar con uno muerto, más pobre o sin poderse subir al bus y llegar tarde al trabajo. Entonces, nunca existe la opción de aceptar el error propio y siempre habrá que buscar la confrontación para que dejen de exponer la vulnerabilidad propia.

Por último está la disonancia. Porque, a veces, encontramos a alguien más de buen humor o con algún tipo de convencimiento, el que sea. Uno más en una minoría que algunos se empeñan en inflar. Los mismos que creen que Twitter es el país (o al menos, el país político). Los que cantan que los buenos somos más (y tontamente contribuyen a la misma polarización que buscan los hijueputas de siempre). Entonces, ayer mismo, poco después de la pelea con el chico que se enojó porque no le di dinero, iba en la bicicleta por una calle de barrio concurrida, hice la señal de giro a la derecha y un tipo en su moto me dijo "hágale, pase". Genuinamente me cedió el paso y se lo agradecí como celebrando un gol de Arsenal. Porque eso acá pasa una de cada cien veces y normalmente hay que creer que quien viene detrás o al lado buscará pasar por encima tuyo, culpándote si no le dejas pasar.

Entonces, Bogotá es eso. Puñaladas soleadas por una moneda, peleas frías por una silla en Transmilenio o noches sucias en las que un desconocido te ayuda. Como un manicomio al aire libre, lleno de smog, con una iglesia vigilante y un enorme edificio a medio terminar por encima de todos.

Y si me preguntan, yo ya le hice la charla a alguno de los que ofrece embellecer los zapatos y arreglarles el color, ya sé que lo que llevan no es más que anilina o algún tinte y algo de jabón. Háganse el favor y no le den dinero a quienes sólo quieren obtenerlo a través del engaño, recordando siempre que no hay que ir más allá de un parce sentido, con volumen, para dar a entender que uno no se va a dejar chimbear.

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