noviembre 19, 2018

Cipri

En esencia, me resulta imposible confiar en un policía.

Es una desconfianza que raya en lo patológico y que no se mengua sin importar la circunstancia. A duras penas logro ponerla tras una máscara del respeto mínimo que brindo a cualquier ser humano mientras interactuamos. Desconfío siempre, del todo, sin ambages ni concesiones. Por definición, asumo que un policía intentará joderme hasta que encuentre a alguien más a quien pueda joder más fácil.

*

Cuando era estudiante universitario, tuve la fortuna de serlo en una universidad pública. Una muy grande. Allá llegaban los policías muy temprano en la mañana (siempre sabían cuándo pasaría algo, como si cuadraran cita con los encapuchados) a comer empanada mientras era hora de golpear gente. Algún estudiante muerto hubo en la entrada donde se encontraban siempre; nada pasó. Algún policía muerto hubo; la prensa corrió a reforzar el estigma que se mantiene día a día sobre los que estudiamos y estudian en una universidad pública.

Igual, uno siempre era el sospechoso de hacer las cosas mal y algún Fiscal general (peor que el actual) salía a decirle a los periodistas que los posgrados de mi universidad versaban sobre cómo lanzar bombas. Sin sonrojarse siquiera, el muy hijueputa.

El caso es que más de una vez tuve que esconderme de esos policías que entraban a golpear gente a la universidad. Salir escondido en el carro de algún profesor mientras esos policías esperaban en las entradas a que saliera alguien más para llevárselo preso. Llamar a la vicerrectoria y oírlos decir que garantizaban nuestra seguridad mientras veíamos policías con escudos, armaduras y balas de goma correteando gente hasta tenerla a la mano para golpearlas (o dispararles latas de gas lacrimógeno si no se dejaban). Obvio no podían garantizar ni mierda.

Afortunadamente me salvé del primer día que entraron a la universidad. Aupados por Uribe, claro. Entraron y dispararon gas hacia los edificios, dejando atrapados a todos los que estaban en clase. Golpeando estudiantes que estaban haciendo lo que un estudiante hace: estudiar, parce. Porque, así les parezca increible, uno escuchaba la pedrea en la calle y seguía estudiando porque a eso es que uno iba. Supe de amigos que se escaparon de los salones rompiendo las ventanas y corriendo hacia las canchas de fútbol. Otros, enojados, comentaban cómo le lanzaban piedras y ladrillos a los policías. Yo me salvé porque estaba jugando en alguno de esos locales de videojuegos que quedaba cerca, esperando mi clase de las 4 p.m. Cuando salimos a ver, había un policía con armadura atendiendo en la entrada; dimos media vuelta y nos fuimos a casa pensando en lo grave que se veía todo.

Después fueron años de salir caminando en silencio, de verlos tomar fotos desde el puente peatonal que da ingreso a la estación de TransMilenio, de ver mover la entrada a la universidad para hacer más fácil el dispersar las manifestaciones. De verlos meter gente disfrazada a las manifestaciones para "identificar gente", que suele ser el eufemismo de moda para decir que revientan todo desde adentro.

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Otro escenario en el que me veo enfrentado a la policía es en los conciertos. Me gustan los conciertos ruidosos con varias guitarras y pogo de integración. Conciertos a los que vamos todos sin importar nada diferente al haber podido pagar la boleta. Allá se daban cita esos mismos policías a golpear metaleros: algunos por intentar colarse, otros por "ser marihuaneros", otros por cualquier otra cosa. Policías a caballo empujando gente con sus enormes caballos, policías con escudos y bolillos, policías con armaduras.

En uno de esos conciertos caminé de salida junto a la novia de entonces, escuchándolos compartir anécdotas sobre cómo aquel había caído después de que le dio un bolillazo, cómo ese otro se sacudía con su pelo largo mientras lo empujaba con el escudo y le golpeaba, cómo otro más había salido reventado por "revirar". Como no teníamos otro camino más que pasando junto a ellos, avanzamos en silencio mientras alguno atinó a preguntarme si yo también quería otro poco. De bolillo y golpes, supongo.

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Los países del primer mundo elogian y celebran sus fuerzas armadas. La gente les paga el pasaje de avión, les rinden homenajes cada vez que pueden, las leyes siempre tienen en cuenta a los veteranos. Acá en el tercer mundo suele ser todo lo contrario: la Policía termina en medio de tormentas de pata cuando va a atender riñas, los soldados son vistos como fuente de opresión y como otra herramienta del Gobierno para joder a la gente (a menos que uno quiera viajar a su finca o tener muchas cabezas de ganado en sus extensas fincas, caso en el que uno sí aplaude el trabajo de las fuerzas armadas).

El primer mundo parece sentirse orgulloso de sus fuerzas conquistadoras, de sus enviados de la democracia y el orden. Acá no han sido más que una herramienta para perpetuar porquerías e hijueputas. Tal vez sea por eso que a nadie le interesa aplaudir por estos lares.

Si me preguntan, no siento ni un gramo de compasión o empatía por un policía, en cualquiera de sus presentaciones. Sacaron a alguno en un periódico diciendo que ellos tienen sentimientos. Y posiblemente así sea, pero también sé muy bien que, una vez se visten para salir a trabajar, harán lo que tantos experimentos han confirmado y olvidarán todo lo que no sea su ansia de poder y las órdenes de sus superiores.

Policías hijueputas.

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