Uno se sienta a recordar cosas de Brasil 2014 y, aunque ahora se ve lejano, sigue esa sensación de creer que lo que hicieron esos muchachos en la selección de fútbol fue magia.
Al terminar ese partido, no dije nada y sólo aplaudí. Había estado sentado por tanto tiempo esperando eso y finalmente lo había visto.
Era magia. Nuevamente creía en la magia. La rutina de la vida dio lugar a lo impensado y a creer en cosas imposibles.
Llevaba un año sin poder beber un trago de cualquier cosa con alcohol. Me producía náuseas, posiblemente por asociarlo a numerosas cosas de los años difíciles. El gol de James desbloqueó alguna cosa o reorganizó algún patito fuera de fila. Rotaron la botella de aguardiente y me uní a la celebración.
Supongo que había dejado ir las ganas de no estar más en esa tribu. Porque uno también es la tribu a la que pertenece.
*
Hace un rato fui a Londres. Al norte, para ser más exactos. A tratar de hacer parte de algo que parecía estar sucediendo. Una emoción colectiva que era difícil de describir y podía ubicarse en algún lugar entre la alegría y la incredulidad. El miedo a hacer algo mal y romper el hechizo.
En algún punto, alguno de nosotros lo hizo sin saberlo y la magia se fue. El 2023 resultó ser una mierda de año y la ilusión se fue.
Pero la historia, el camino, la emoción colectiva. ¿Qué queda de la ilusión colectiva?
Tiendo a creer que todo queda. Que la inmensa mayoría de nosotros no vamos a cumplir muchos de nuestros sueños. Y está bien. No tenemos el derecho adquirido a nada. Somos todo lo que nunca llegamos a ser más allá de nuestra imaginación. Y también somos todo lo que vivimos, las emociones que albergamos.
Es una forma extraña de serlo todo. Todo al mismo tiempo, en el mismo lugar.
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