abril 30, 2015
60 con Caracas
Seguimos nuestro camino por la avenida Caracas hacia el sur y él notó los graffitis en los muros. Muchos, sobre muros relativamente nuevos de ladrillo a la vista. Hablamos de los graffitis, luego de los muros y terminamos hablando de esa esquina. Porque no habría graffitis sin esos muros y no estarían los muros sin la historia de esa esquina en los últimos veinte años.
En el costado nororiental siempre ha estado Telecom. "Siempre" queriendo decir "desde que recuerdo" y eso equivale a unos veinticinco o veintisiete años. Un edificio sin mayor atractivo que un montón de antenas en el techo. Los alrededores no eran muy visitados por la gente, aunque sé que hace unos cincuenta años había alrededor varios almacenes de ropa y sastrerías. En el costado suroriental siempre he visto compraventas. En la esquina suroccidental siempre ha estado la misma panadería, creo que ni siquiera ha cambiado de nombre o de sillas. En la esquina noroccidental normalmente ha habido ferreterías, almacenes de materiales para construcción, cosas así.
Por la caracas hacia el sur, desde la calle 60 hasta la 57, siempre estuvieron los mismos negocios. Una tienda de lámparas con un cartel de letras blancas y fondo verde (o dos, no recuerdo), un instituto para estudiar el bachillerato semestralizado, un san andresito que se llamaba Miami y tenía unos tonos pastel parecidos a Atlantis Plaza, otros almacenes variopintos y un asadero de pollos. Ahí llegaba uno a la 57 y ahí siempre ha estado el mismo colegio público. Al otro costado han habido varias compraventas (casas de empeño), almacenes de maletas, escuelas de baile, whiskerías y algo que no recuerdo y estaba donde ahora hay una whiskería.
Las cosas no cambiaban mucho aparte de la calle misma, que pasaba de una avenida con separador modesto a una costra horrible llamada troncal. Muchos buses corriendo unos junto a otros, pasando a centímetros de distancia y golpeándose los espejos. Por la misma época que noté que había putas desde el final de la tarde dándole vueltas al edificio de Telecom. Aparecieron un par de bares y moteles dispersos por ahí, uno de ellos llamado Bagdad y que estaba un par de casas al occidente de la panadería. Desapareció Miami, se expandió el instituto de educación no formal y se multiplicaron las compraventas, todas con carteles luminosos hechos en el mismo sitio -con la misma fuente, con colores similares, con el mismo material-.
Un par de años después supe que el edificio de la panadería (esquina suroccidente del cruce, recuerden) era de algún duro y que no demoraba en caer en extinción de dominio. Poco a poco los inquilinos se fueron y los anuncios de se arrienda se multiplicaron. Luego desaparecieron todos.
La panadería fue la única que siguió, como si nada, como siempre. En otro de los locales del edificio comenzaron a recoger material de reciclaje. La tienda de lámparas (o las dos) cerraron poco después.
Un conjunto residencial, varios edificios de cinco pisos que quedaban junto a Miami y al instituto de educación no formal, comenzaron a vaciarse sin motivo aparente. Luego aparecieron las ventanas rotas y el arte urbano. Después tapiaron las ventanas con ladrillos y encerraron los edificios con concertina y botellas rotas. Al final demolieron los edificios y se hizo un gran lote rodeado por una pared de ladrillo. Más arte urbano.
Más y más personas comenzaron a dormir en los andenes y en el separador, que ya no era de una troncal horrenda y no tenía dagas de metal pintado de verde. Eran comunes las fogatas en algún lugar de esa calle. El instituto de educación no formal desapareció. Remodelaron el colegio público y al terminar, pintaron las paredes con mil cosas que le dicen a la gente que los niños imaginan cosas muy bobas donde nadie se muere y todos son felices. El asadero de pollo y la panadería continúan ahí como dos paréntesis conteniendo toda esa historia, que me importa a mí sólo porque la vi pasar cada día mientras cruzaba la ciudad por quince o veinte años.
abril 23, 2015
Ranthought - 20150423
La ansiedad tampoco es la mejor compañía para alguien que anda con necesidad de perdonarse cosas. Ese ejercicio demanda paciencia y la ansiedad lo quiere todo andando a pleno. Además, la ansiedad tampoco se interesa mucho por terminar las cosas y elige siempre escapar de la presión.
Yo, en cambio, prefiero quedarme revisando lo de la perdonada para no salir con bobadas más adelante. La ansiedad se vuelve dobleces en figuras de origami y canciones con doble bombo, se hace algo controlable, de repente le pongo un cauce debajo y discurre por donde quiero. Por un tiempo.
*
Hacía falta salir de la cama, tender la cama, exponerse e interactuar con otras personas para ver qué tanto me he aislado de los demás. Se hace tan evidente esa región de mí que sigue tras cerrojos y postigos. Salgo y hablo con las personas pero no albergo ninguna esperanza de que alguien llegue hasta aquel rincón.
Igual, es una parte que ya se me olvidó compartir.
**
¿No les parece una cosa increible poder tocar a alguien?
abril 20, 2015
Negociando
El otro día iba en un bus azul del SITP. Estaba sentado en un asiento junto a la ventana, dos puestos delante de la puerta trasera. Atrás en la última banca, iban dos o tres operadores -el eufemismo aquel para hablar de conductores o choferes, tan vano como el de colaboradores para empleados, tan inútil como la pelea de los odontólogos por que no les digamos dentistas-.
Iba leyendo algo pero dejé de hacerle caso a los manuales de urbanidad que nos ponían a leer en primaria. Porque yo tenía un coordinador de disciplina flaquito, con un bigote desprolijo y escaso pelo revuelto, que nos ponía a leer esas cosas cuando algún profesor no iba. No era la urbanidad de Carreño que tantos chistes generó y genera por acá, no. Era un pequeño librito gris con las hojas ya amarillentas y con ilustraciones que mostraban bien lo que no se debía hacer. Varias veces nos ponían a leer eso en voz alta a todo el salón, parados en una de las sillitas de colores, interrumpidos sólo por la explicación practica del profesor Castillo. "Nos ponían" porque sólo escogía a los que ya leían bien y yo siempre caía en esa atarraya.
Y bueno, ese librito decía bien claro que uno no debería andar oyendo conversaciones ajenas porque es mala educación. Salía el dibujito de un niño portándose mal, oyendo lo que una señora le decía a alguien asomado en una ventana. El profesor Castillo ya se murió y espero que no me jale las patas.
Les estaba contando que dejé de hacerle caso (una vez más) al librito gris de urbanidad y le puse atención a lo que decían los señores operadores del sistema -no confundir con El Sistema-. Tampoco hablaban a volumen muy bajo entonces no era tan difícil. Hablaban de sus salarios, Se quejaban de lo poco que les aumentaban como cualquier empleado. Ahí llegaron a un punto importante de la conversación, porque discutieron sobre lo que ganaban antes y lo compararon con lo que recibían ahora.
- Eso es una porquería, que me aumenten eso que ofrecieron no me sirve para nada.
- Es que eso es lo que la gente peliaba. Que antes trabajaban dándole y al mediodía ya tenían ciento veinte mil libres, para ellos. Que tocaba darle parejo y empujar, eso sí (acá se ríe y da a entender algo que los demás también saben). Pero se veía la plata, ahora ya uno trabaja lo mismo y le pagan esa chichigua.
- Ese bono que ofrecen para mí es como cuando le ofrecen un juguete a un niño. Deje de pelear y le damos el bono. Y para mí ese bono no es nada, eso a mí no me sirve. Quieren que el servicio se mantenga y no quieren pagar, dizque a las empresas le pagan por cada uno como dos millones y eso se lo quedan las empresas
- No, yo había oído que pagan es por kilómetro recorrido
- No, les pagan la plata y esa no le llega a uno, entonces es mejor que le paguen a uno si quieren que esto funcione.
Ahí me bajé a hacer el transbordo. Se me hace que toda negociación acá pasa por el mismo criterio. Antes hacía más plata y lo de ahora sólo funciona si me siguen dando la misma plata -o más-. Me imaginé por un minuto al Gobierno y a todos los jefes de las FARC convenciendo a miles de personas iguales a esos operadores, diciéndoles que es mejor ganar menos plata y volver a las estructuras existentes, donde reinan las disputas clasistas, tinteadas de machismo y rencor.
abril 11, 2015
Godos y cachiporros
Hace un rato hablaba del valle en el que vivió mi familia paterna. De la tienda junto a la carretera y la banca de madera. De las conversaciones sobre política que se daban siempre y cada vez en ese lugar, como si la siguiente charla tuviese la posibilidad de terminar en alguna conclusión diferente.
Porque lo político siempre hizo parte de la familia, al menos de la familia paterna. La convivencia siempre pasó y pasa por tener una opinión, discutir y emitir juicios, señalar fallas y aprobar gestiones. No conocí a los abuelos pero he escuchado que él era un tipo noble y calmado, mientras que ella era más recia y orgullosa. Terca si se quiere. Fueron sus hijos los que cambiaron esa visión tranquila del campesino por algo más.
Las historias de su juventud giraban alrededor de lo que traía La Violencia, la que se escribe con mayúscula. El pueblo y la región entera era de mayorías conservadoras, lo que les significó visitas a la cárcel del pueblo y reyertas frecuentes. Eran conocidos como muchachos rebeldes, aunque quién sabe cuánto del orgullo adulto nació de ese enfrentarse a otros desde tan jóvenes. Una de las historias que más impresión causaba en la niñez era una en la que huían a las montañas, al páramo, para quedarse allí por días enteros y escapar de las armas enviadas por el gobierno conservador de turno. Pude no llegar a ser si los hubiesen matado.
¿Cómo juzgarlos por su rechazo al partido conservador después de tantas cosas?
Mis primeros recuerdos políticos son quejas de mi papá. Críticas de algún godo por ahí. A mi casa llegó sagradamente El Espectador todos los días por muchos años -creo que cuando entré a la universidad mi papá dejó de pagar la anualidad porque se había hecho muy costosa-. Eso significa que leí columnas y editoriales casi que desde que aprendí a leer, muchas de ellas con una orientación liberal crítica que a veces resultaba esperanzadora. (Por eso es tan triste ver lo que es ese periódico ahora. Al menos para mí)
Esa misma necesidad de discusiones políticas llevó a mis tíos a hacer política. Al tío que pasó por diferentes cargos hasta ser parte de la gobernación de Cundinamarca. A mi papá trabajando en la campaña de Galán a la presidencia. A los demás hermanos aportando de alguna forma. Y como podrá suponerse, todo eso tuvo un final agrio. De Galán sólo quedaron las fotos instantáneas con papá; del tío, una velación como diputado en la gobernación porque era muy fácil ser político en esa época y terminar asesinado. Y como también era costumbre, nunca se supo quién fue el responsable.
Después de todo eso, los demás hermanos de papá y él mismo se hicieron más reacios a creer. Albergaron menos esperanzas, descreyendo de cada nueva figura. Eso sí, sin aceptar jamás a los godos. Porque allá en la tienda junto a la carretera, allá seguían hablando de los Perilla y de otras familias godas del pueblo. De cómo la guerrilla llegó y así mismo se fue de la región. Pero era más un tema de conversación y menos una forma de vivir.
Sé que papá se quejaba constantemente cuando Pastrana fue presidente. Tanto que llegué a preguntarle si en el fondo quería que muriera. Fue una de las pocas veces que le vi hacer esa cara de sorpresa mezclada con algo de temor. Tal vez se acordó de esas veces que fue él quien se pudo morir. Me respondió con vehemencia que no, que él también era una persona. Que uno jode y chancea pero nunca desea esas cosas. Que vea cómo es este señor Gómez Hurtado, godo como pocos pero es un tipo que piensa.
Cuando Uribe llegó, para ellos llegaba como liberal. Cuando se fue, era despreciable por todo lo que fue descubriéndose. Las conversaciones con mis tíos sobre Uribe pasaron de choques y tensiones a desazón colectiva. En eso se fueron muriendo los tíos y las conversaciones se trasladaron a las salas de velación. Qué agradable ha sido conversar con usted, joven, me decían amigos y primos lejanos de mis tíos. Los años de entrenamiento me hicieron dueño de esa habilidad para la charla en la que las emociones no importan. Esa que acá se acompaña con tinto y cigarrillos, donde nadie sabe si eres tímido o no.
Ya la tienda junto a la carretera la cuida alguien que no conozco y nadie de la familia vive ya en aquel valle. Son pocas las ocasiones en las que me veo en medio de una conversación política pero seguro eso es algo que sé hacer.
Siempre hay una opinión, otra cosa es que uno la comparta. Siempre hay desconfianza hacia los godos en sus decisiones políticas y esa sí se comparte cada vez que se puede.
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