noviembre 29, 2013

Devoid

Despertar tan temprano como sea posible. Sin importar cómo se haya dormido la noche anterior, si estás enfermo o triste.

Apagar el despertador. Porque después de cierto tiempo no te acostumbras a despertar muy temprano sino que se te hace más difícil cada vez.
Levantarte, ir al sanitario y luego a la ducha. Afeitarte. Preparar el desayuno rápidamente. Desayunar rápidamente, puede que sentado cerca al televisor viendo el noticiero de la mañana, puede que frente a la tableta revisando el periódico en línea.

Salir. Caminar rápidamente. Hacer fila para subirse al alimentador junto a otras cien personas. Esperar diez o quince minutos. Puede que sean más minutos porque suele haber choques o atascos en el tráfico cerca a tu casa, así que la espera puede ser de veinte minutos. Si ya vas tarde, caminas rápidamente hasta ese lugar a ochocientos metros donde puedes tomar el bus de Transmilenio.

Esperas en la fila de la estación junto a otras sesenta personas. Todas con tanto o más afán que tú. Apenas llega el bus, cosa que se da en los siguientes cinco a diez minutos, todos se abalanzarán hacia la puerta. Oirás gritos e insultos. Y risas socarronas. Calculas ese intervalo de tiempo entre el fin de la marea humana y el momento en el que cierran las puertas del bus, esperas y comienzas a avanzar. Normalmente eso permite que entres al bus.

Viajarás por una media hora hasta tu estación de destino cerca del centro de la ciudad. En cada parada, otros con más afán que tú (y más miedo de ser despedidos) intentarán entrar en un bus completamente lleno, sujetándose de la puerta y de todo lo que encuentren y que les permita empujar a los otros al interior del bus. Oirás algunas quejas esporádicamente. Ya los demás se habituaron y piensan que algún día lo harán ellos mismos -si no es que ya lo hicieron-.

Llegas a tu parada de destino y te bajas junto con otros. Todos presurosos, algunos corren, otros van pensando en la excusa que darán. Nadie habla, todos caminan. Zapatean. Y tú con ellos.

Te dedicas ocho o nueve horas a hacer lo que estabas haciendo ayer o el viernes pasado.

Si no tienes tanta suerte, te dedicas más horas al día a hacer lo que estabas haciendo ayer o el viernes pasado. Muchas más.

Cuando finalmente logras terminar algo, alguna cosa, todos se cansan o simplemente ya no hay tanto miedo de ser despedido, sales a la estación a la que llegaste en la mañana, esperas con muchos otros igual de cansados, ves pasar muchos buses llenos y sólo piensas en todas esas cosas fuera del trabajo que quisieras estar haciendo ahora mismo.

Pasa un bus con espacio suficiente y logras subirte. Ves a otros camino a sus clases. Otros tantos juegan en sus teléfonos o hablan con alguien. Dependiendo de la ruta y la hora, tardas entre treinta y sesenta minutos en llegar a la estación cercana a tu casa. Allí puedes hacer otra fila y tardar otros veinticinco minutos para tomar el bus que te deja a dos calles de tu casa o salir de la estación, tomar un taxi y llegar en diez minutos.

Llegas a casa, comes algo, revisas tu correo personal, hablas con las personas que te importan hasta que te quedas dormido (si es que no te quedas dormido sin comer algo y sin hablar con alguien).

Te despiertas y el ciclo se repite.

*

Renuncié a mi último trabajo porque, entre otras muchas cosas, estaba cansado de no tener derecho a elegir cómo usar mi tiempo. De dormirme sin remedio, agotado, sin otra alternativa. De querer hacer algo y frustrarme cada mañana porque tenía que ir a hacer lo mismo que todos los días. De creer que había renunciado a esos sueños viejos por esta rutina en la que nada me hacía feliz.

Escribo esto para compartir el vínculo a este texto cada vez que me pregunten por qué renuncié. Y para que no se me olvide.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No se te olvidará. Un abrazo.

Anónimo dijo...

No se te olvidará. Un abrazo.

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