junio 18, 2012

Γάτα

Nunca he tenido una mascota propia a la que haya podido ponerle un nombre siquiera. Sin embargo, mi historia con las mascotas ajenas existe aún antes de haber nacido.

El primero fue el gato que tenía mi familia. Llegué a conocerlo sólo por una foto (una de tantas Polaroid instantáneas que hay guardadas en álbumes, cajas y bolsas) en la que aparece, amarillo y blanco, recostado junto a una mesa. Mis hermanos jugaron con él y sufrieron los regaños por sus desmanes contra sillas y cortinas. Me cayó como primera culpa porque fue por mi concepción que lo mandaron a vivir a alguna finca lejana. Nunca he sabido cómo se llamaba.

Un hermano de papá vivía en su finca, con su ganado y sus cultivos. En su casa vivían dos perros, un cerdo, unas gallinas y dos gatos. Uno de los perros permanecía encadenado en el patio, listo siempre para recibir visitantes indeseables. Creo que lo llamaban Káiser. El otro, pequeño y despierto, sin duda no tenía tocayo pues se llamaba Combate. Al cerdo de turno sólo lo visité un par de veces para verlo por sobre el cercado de piedra, oyéndolo mientras comía con gusto. A las gallinas las espantaba corriendo, cuesta arriba y cuesta abajo, siempre que no estuvieran con sus pollitos comiendo. Ninguna tuvo nombre.

En el colegio, muchos compraban pollitos pintados de colores, tortugas y uno que otro hámster. Todo pollito -tinturado cruelmente- moría a los pocos días y las tortugas solían correr la misma suerte. Todos me parecían aburridos.

El perro de mi mejor amigo, Mono, con títulos en escuelas de entrenamiento, en cursos de salvamento, entrenado por la Cruz Roja... tan buen amigo como el dueño. Jugué y comí con él muchas veces (aún siendo un enorme labrador de 45 a 50 kilos que bien podía arrojarme al piso), le robé comida y me robó comida, aprendió a abrir las puertas de un día para otro sin importar la cerradura. Han sido 13 años de alegrías y tristezas compartidas. Nunca se me olvida cómo me recibió diferente un día que llegué de clases con el corazón roto, verraco perro todo lo entiende y todo lo aprende.

Recibí dos pericos que me regaló una amiga de cumpleaños. Murieron al término de tres días, sin que aún sepa por qué. Su presencia breve no me permite contarlos como mascotas propias, pero su paso sí dejó más temores y preocupaciones sobre mi capacidad para preocuparme por un ser vivo.

El gato de una novia (y su hermano), al cual ayudé a cuidar desde que llegó a esa casa. Contribuí con vacunas, juguetes y gastos médicos cuando se quemó una pata alguna vez. Jugábamos 10 o 15 minutos hasta que se acostaba a descansar.

La gata de un gran amigo, koška, se convirtió sin pensarlo en hija adoptiva, con quien juego cada vez que paso de visita. Es peculiar pues disfruta mucho perseguir sombras en pisos y paredes.
***
Fueron esos dos gatos en la finca de mi tío, que para mí no tenían nombre sino color (aunque mientras escribo, vagas ideas de sus nombres vienen a mi), los primeros con los que realmente conviví. Los seguía entre los arbustos, las cercas en alambre y los pastizales, me acompañaban mientras hacía mis tareas en las vacaciones de semana santa, tomaban leche mientras yo desayunaba. Con el tiempo aprendí a tratarlos de forma tal que aceptaran abandonar el vagabundeo infinito por un rato para poder mimarlos. Recuerdo que me tomó días el que aceptaran que les tocara suavemente la nariz con la punta del índice; con ellos aprendí a jugar con cuanto animal pasaba el rato y supongo que si fuera creyente aún, sabría de memoria la historia de San Francisco de Asis.


Debería vivir de jugar con mascotas ajenas. Como un Patch Adams pero de los perros y los gatos. Sin tenerlas. Por ahí lo dijo Saramago una vez: gustar es la mejor forma de tener, tener debe ser la peor forma de gustar.


Hasta que alguna me enseñe a creer que debe ser diferente, supongo.

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