Hoy todos estamos lamentando que Sebastiao Salgado ya no esté más. Pero al mismo tiempo estamos todos hablando de cómo está presente todo el tiempo en el fotoperiodismo. En la fotografía como oficio. En la fotografía como arte. En la condición humana. El man siempre está si uno ha pasado de alguna forma por la historia de la fotografía o por el oficio de tomar fotos.
Creo firmemente que el ejercicio de salir y tomar fotos nació de la profunda necesidad de capturar historias. Hacer visibles cosas, como lo vi en Salgado y en Vik Muniz. Hacer visibles personas. Pero al mismo tiempo, si hace uno una revisión detallada de mis fotos, siempre he vivido la disyuntiva de querer mostrar sin ser invasivo. La gente sale entre sombras, de espaldas, cosas así. Y genuinamente no sé si eso está bien o lo hago mal o qué hacer, pero lo sigo haciendo porque supongo que soy yo reflejado en esas fotos de otras personas y otros lugares.
Siempre he querido hacerme a alguno de los libros de Salgado. Nunca me he atrevido a comprarlos porque siento que representan un montón de cosas y que tal vez los vuelva un commodity si los tengo en la casa. Tal vez si los mantengo más como recuerdo y menos como posesión, se mantienen en la lista de criterios para tomar una foto y menos como inventario de pertenencias. Porque esa vuelta es muy grande para pertenecerle a alguien.
¿Cómo hace uno para abarcar lo que representa Salgado? Desde la intención -lograda- de representar las cosas importantes en el mundo, las que todos deben ver, hasta la renuncia absoluta a pertenecer a ese mundo y, en cambio, intentar crear uno diferente. Otro, uno que viva sin interactuar con aquel que se resiste a cambiar o mejorar.
Supone uno que esa es la función del arte también. Propagar la intención. Y este ser lo logró sin emitir una sola palabra.
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