Construir software es un oficio y quienes lo hacen a diario son artesanos. Puede haber mil herramientas, definiciones técnicas, mejoras, tutoriales, cursos, gremios, talleres modernos y antiguos, pero el oficio es el mismo y el proceso es indiscutiblemente de artesanía.
Todo pasa por los infinitos caminos que tiene un constructor de software cada vez que se enfrenta a un problema por resolver. Algo nuevo por crear, un producto que debe entregar. Que puede tener características ya incluidas en otros, puede requerir técnicas y materiales ya conocidos, pero eventualmente pasa por decisiones individuales y por el criterio de cada artesano. La destreza, la experiencia, el tacto y todo lo inmaterial que se manifiesta en la artesanía terminada.
Se usan métricas, metodologías, procesos, buenas prácticas. Marcos de trabajo, diagramas, estándares. Entornos de trabajo, certificaciones, especializaciones. Todo eso no deja de ser el equivalente digital de hornos más modernos, hornos con control PID, hornos eléctricos o a gas en reemplazo de la leña y el carbón, herramientas más precisas o más duraderas para manipular los materiales, cinceles de materiales y aleaciones más modernas para tallar con más precisión, pinceles y pinturas hechos y formulados para pigmentar de forma más predecible una superficie,... son sólo mejoras a las particularidades del proceso, a lo que se tiene a la mano para ayudarse a crear, no al proceso mismo.
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Una de las promesas de la IA generativa, y por ahí derecho de la búsqueda de la AGI, es el reducir el tiempo que le toma a las personas hacer algo. El reducir los errores. El hacer que todo se haga mejor, más rápido, más fácil, pagando menos empleados. Que si haces un curso de cómo escribirle instrucciones a chatGPT o a cualquiera de sus primos bastardos, entonces vas a poder ser mejor en tu trabajo y te van a ofrecer más empleos con mejores salarios. Que vas a ser un mejor programador si te ayudas preguntándole al modelo de genIA cómo escribir uno y otro bloque de código. Que nos van a echar a todos porque los dueños del capital se robaron todo el conocimiento humano para entrenar sus modelos y buscar el santo grial, flotando en la laguna de Eldorado, flanqueado por las entradas a Agartha y el Bifrost.
Las empresas se lanzaron a reemplazar sus roles más básicos por modelos entrenados para decirle a los clientes que no tienen la razón. Nada que un IVR no hiciera antes. Los inversores vieron la oportunidad perfecta para reponerse del humo y el ruido en el que cayeron con los NFT. Porque el punto de ser inversionista es llegar temprano para salir del lado ganador de los juegos suma-cero en los que entran a jugar.
Y con todo esto alrededor, las grandes empresas de tecnología, ya establecidas y dueñas en todo rigor del espacio digital en el que nos movemos, le apuestan a ofrecer más de lo que los inversionistas esperan encontrar. Espejitos para bajar inversionistas de los árboles. Ideas ridículas que empeoran el funcionamiento de lo ya existente pero le permiten a los incautos soñar con lo que puede llegar a ser algún día, cuando el sueño febril de los doctos eventualmente se haga real y esa fuente infinita de sabiduría sea real. Sacrifican todo al nuevo ídolo, renuncian a todo lo que el mundo entero ha acordado, a todo lo que el mundo entero busca para poder seguir existiendo. Todo es desechable o secundario al lado del nuevo destino y el nuevo plan. Todo estará bien cuando el nuevo templo se haya erigido y el nuevo dios esté dentro de él.
Nada diferente hay entonces, entre los arquitectos de antaño y los arquitectos de software de ahora: en ambos casos suelen ceder a todo lo que alimente su ego y sus ganas de usar todo lo nuevo, todo lo que potencialmente los haga famosos o relevantes.
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Poco a poco se va viendo cómo las ganancias en esfuerzos son debatibles, cómo las nuevas formas son menos efectivas. Los buscadores web ya no buscan, las herramientas de dibujo ya no permiten dibujar, las herramientas de traducción siguen traduciendo mal, los asistentes para generar código no superan a nadie más allá de los peores programadores. Poco sentido tiene apoyarse en algo sobre lo que no tienes garantía de calidad. Dicen que alucina. Siguen nombrando y describiendo en términos de conciencia. Omiten todos, por olvido o por conveniencia económica, que son sólo calculos matemáticos, uno tras otro, que miden probabilidades y nada más. No hay conocimiento construido allí, no hay contextos, no hay nada más que oscuros y fríos cálculos de variables para los que no existe ninguna pregunta o problema por resolver. Torpes como torpe ha sido nuestro ejercicio por compilar nuestro propio conocimiento. Su torpeza delata lo inconcluso que es el ejercicio de recopilar que hemos hecho por tanto tiempo. Así como lo narró Irene Vallejo, lleno de peripecias y del azar incomprensible.
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Roger Penrose tenía la idea de que la conciencia no es algo que podamos describir computacionalmente. Sin saber aún qué la origina o cómo persiste en el tiempo, después de cada noche de sueño, hace una serie de ejercicios mentales en los que sustenta su afirmación. Una que básicamente tira al traste, por la borda, al hoyo negro, al Mount Doom, la idea de una AI fuerte -que es lo que buscan todos estos CEO idiotas-.
O, tal vez, ni siquiera aspiran a tanto. Con poder enlazar de forma exitosa todo lo que conocemos y sabemos del mundo, creen que podremos llegar a la AGI. Día a día se siente la necesidad imperiosa de, siguiendo los pasos de Cipriano Algor, salir de la gran ciudad y devolverse a su casa. Tal vez a seguir haciendo alfarería en el horno del solar, con sus perros. Tal vez autodenominándose emprendimiento de artesanías orgánicas, gluten-free, libres de pruebas en animales, hechas de la tierra que alinea los chacras y conecta tus sentidos con el Universo.
Ven las sombras y creen que ven el mundo.
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