Hay efectos de una hospitalización prolongada (y de una enfermedad dura) que uno no imagina. Que uno no supone que estén en la lista pero están y aparecen.
Por ejemplo, la imagen que se tiene de uno mismo. Las secuelas en la definición de la imagen que uno tenía y la disonancia con lo que uno ES ahora, a través de lo que uno ve de sí mismo. De cómo uno era, entra otras cosas, un conjunto de imágenes, curvas, declives, arrugas, colores y relieves variopintos; ahora, uno es otra cosa de un momento a otro, sin poder decidir nada al respecto. Eso es y ya está. Eso ERES y ya está.
Queda entonces, junto a las tareas de recuperarse, reacondicionar(se) y sanar el ánimo, el hacer las paces o reconciliarse de alguna forma con esa nueva visión que lo persigue a uno a todas partes (a menos que uno sea un vampiro). Hay visiones en las que las personas lidian con esto desde la aceptación. Hay otras que hablan de simplemente decir y decirse que el cuerpo y la imagen no deberían ser relevantes al percibir y conocer una persona; es lo que hay y ya está. Y sin embargo, ¿cómo hace uno para no darle ninguna relevancia a lo que lo acompaña todo el tiempo? ¿Qué hay más cercano a uno que los dedos, los pelos y los poros que aparecen frente a los ojos todos los días?
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