Es muy probable que en algún momento haya escrito acá sobre la necesidad de ignorar información. Aquel post de Arhuaco en el que nos contaba cómo a veces era necesario dejar pasar cosas que llegaban a uno: noticias, escritos, mensajes, documentos, publicaciones varias. Es muy fácil conectarse a fuentes inagotables de datos y mensajes, a ríos infatigables de códigos variopintos que se desparraman sobre uno como un delta majestuoso de aquellos.
Qué fácil es ahora disponer de contenidos generados al vaivén de los días, del clima y de lo que nos llame la atención. Miles y miles de manos ansiosas de interacción, de validación o de algo en medio, enviándole a otros migajas para que los sigan en sus búsquedas o para que los acompañen a saltar dentro de su castillo inflable personal. Porque, aceptémoslo, también nos gusta ir a saltar en castillos inflables un rato, quemar calorías y socializar. Y saltar, que es muy divertido además.
Durante los últimos diez meses -más o menos- he evitado voluntariamente recibir noticias e informes por radio y televisión. Me impuse una censura de medios para no consumir más periódicos y noticieros locales, no más radio hablada en la mañana y no más debates en la noche. La idea detrás de esa restricción fue ignorar la fuente de conversaciones inocuas y de ruido inane, muchas veces guiado por intereses tan transparentes como indeseables. La línea editorial que crucifica a un alcalde y aplaude al siguiente, la línea editorial que entrevista a un policía en cada noticia, la línea editorial que hace preguntas sesgadas y ha juzgado de antemano a quien entrevista.
Mi fuente de información era entonces aquel río eterno de gente que seguía en Twitter. Por esas ciento treinta personas me enteré durante meses de lo que podía ser relevante, incluyendo sus opiniones sobre ello. Volví al voz a voz de hace unos siglos (le añadí una lista que leía a primera hora donde estaban cuatro o cinco periódicos extranjeros, dos agencias de noticias a las que poco se les nota quién las financia, y el New York Post que siempre era el postre a falta del National Enquirer). Mezclaba lo que leía de personas alrededor con lo que veían otros desde muy lejos y tenía espacio para formar mi propia opinión sin que fuese necesario oír al rebaño o al pastor de turno. Y funcionó.
Hace un mes decidí ampliar la censura autoimpuesta, montar una presa y desviar el río: no más twitter. Ya ni siquiera había interés en pescar truchas de un caudal de aguacaca. Porque, cuando el castillo inflable era muy colorido y amplio, incluso las personas más parcas terminaban saltando allá adentro (y orinándose en una esquina si podían). De paso le trabajamos a los otros canales de comunicación con la gente que le importa a uno. Ahí llegan los boletines de noticias por email, los comentarios en la oficina o los rumores en la calle. Me agarró despierto y empeloto a las 2 a.m. la muerte de Bowie (no había forma más vulnerable de recibir semejante noticia); me sigo enterando igual de qué pasa con la gasolina -porque la compro- o con sus gatos -porque voy a visitarlos, a ustedes y a ellos-. No hace falta nada y de paso le damos menos bocados a los que periódicamente pasan a alimentar el morbo o la necesidad de ser relevantes.
Ni hablemos de otros ríos, donde los peces ya flotan boca arriba y nada bello florece hace mucho.
Silence is golden, dice Shirley Manson por ahí.
enero 18, 2016
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